Thursday, August 11, 2011

32b Santo Domingo: Paisaje, Amistad, Libros




Manuel García Verdecia y amigos

Manuel García-Verdecia
En Holguín, a 29 de mayo de 2011


El martes 3 de mayo bajo un aguacero macondino arribaba yo a Santo Domingo. Era mi primera visita a la capital caribeña y el aeropuerto Las Américas me abría su regazo con gentil calidez. Al cruzar los inexorables controles y atravesar con mis bártulos la puerta de salida, encontré gestos, gritos, rostros, que me hacían pensar que no había salido de Cuba. Sin embargo había cruzado ampliamente el Caribe. Por esas circunstancias surrealistas que nos rigen, volé de Holguín a la Habana, de la Habana a Ciudad Panamá y de ahí a Santo Domingo, en un periplo que me alejaba para acercarme. Lo tremendo, nadie me estaba esperando, como dijo Guillén. Y ya sabe el que ha viajado lo que es hallarse en esta desheredada condición.
Llamándome a la serenidad me dirigí hacia un buró de atención al viajero, donde una beldad de verdad me atendió simpáticamente e hizo las llamadas pertinentes. Al rato un joven que derramaba sonrisas y disculpas vino a sacarme del aeropuerto. Una confusión lo había apartado de su empresa. Bajo la plomiza cortina de agua viajamos hacia la ciudad. Las calles parecían ríos por los que navegaban pomos, vasos, cartones, todos los rezagos que la civilización actual fabrica y luego tira inconsciente para agravio de la naturaleza.
Santo Domingo es una bella ciudad, mimada por el mar que la orla y defiende. Un mar que en las mañanas es de plata y en las tardes de oro. La avenida que lo acompaña está sombreada de palmas canas y otra vegetación menor que le confieren una mayor gracia que la de nuestro duro malecón habanero. Hermosos edificios y plazas entusiasman y exultan. Sin embargo, pronto algún dato imprevisto (un destartalado taxi –un conchero–, un desprovisto buhonero, un mendigo, un sitio mal preservado…) nos recuerda que estamos en una ciudad del mundo subdesarrollado, un lugar que quiere alzarse definitivamente pero años de depredación socioeconómica lo rezagan como un lastre indeseado. Es, por tanto ciudad de contrastes, opulentas torres de edificios y lujosas yipetas de último modelo van mano a mano de seres que pululan para solventar la supervivencia. Sin embargo, junto con los dones naturales que próvidamente Dios les regaló (montañas, verdores, caprichosa fauna activa, delicioso mar), son las personas el mejor agasajo de esta media isla. Seres gozosos, amables, fraternos y abiertos que se hermanan con facilidad.
Llegaba a la Capital Primada de América invitado por el Ministerio de Cultura para participar en los actos de la XIV Feria Internacional del Libro. Mi amiga, la poeta, dramaturga y narradora, Chiqui Vicioso –dominicana por nacimiento, cubana por vocación y caribeña por esencia–, a quien había conocido en las más insólitas y simpáticas aventuras durante el Festival de Poesía de Medellín 2008, había formulado la propuesta. La Feria, que se erige cada año como el acontecimiento cultural más fervoroso y expansivo del país, llama la atención por la versatilidad de sus propuestas y la magnitud de sus acciones. Bajo el lema “¡Leer te lleva lejos!” –este año emblematizado por una barca de letras que incitaba, “Embárcate”–, sus espacios y acciones se despliegan por toda la Plaza de la Cultura Juan Pablo Duarte. Es un vistoso recinto arbolado donde a los favores de la naturaleza se junta la esplendidez de las construcciones añadidas por el hombre. Entre el Teatro Nacional, el Museo de Arte Moderno y el de Historia Natural, un semillero de pintorescos quioscos y elegantes espacios expositivos florecía.
Como todo suceso originado y conducido por el hombre, no deja de tener sus pifias y embrollos. Pero eso lo dejo a los de la casa para que lo ventilen. Como cubano amistoso y agradecido –en la más diáfana tradición martiana de que “criticar es amar”– prefiero hablar de aquellos instantes que me nutrieron y que se instalan definitivamente en la luz de lo memorable.
Múltiples imágenes saltan a mi interés a través de los diecinueve días que duró el festejo. Como la Feria honraba a la Santa Sede en esta ocasión, su pabellón no solo constituía un sitio admirable sino de obligatoria visita. Entre sus paredes azules y oro, presidido por una réplica de La pietà, acogía una nutrida muestra de publicaciones. Destacaba, sobre todo, el despliegue de arte religioso, la exposición de códices, incunables y libros miniados. Me llenan aún los ojos como un vuelo de mariposas los puestos de exposición y venta de las distintas editoriales, un suculento sancocho (o ajiaco) para los lectores (y un sufrimiento tantálico para el visitante escaso de “cuartos”). Entre ellos estaba para nuestro regocijo el de la Cámara del Libro de Cuba, donde lamentablemente no se representaban todas las editoriales. Interesantes resultaban las nominaciones de calles con los nombres de autores dominicanos a quienes se quería honrar en la oportunidad. Así mismo, las acciones de teatro callejero y las exposiciones motivacionales de distintas universidades, convocaban espectadores a la vez que brindaban oportuna información. Las actividades en el pabellón de autores dominicanos tenían alta demanda. Evidentemente que hay un fervor hacia los escritores nacionales, pues las presentaciones eran muy nutridas.
Un sitio especial en el recuerdo es el Café Bohemio. Allí diariamente, desde la mañana hasta las diez de la noche en que cerraba la feria (con himno nacional y todos debidamente atentos), se reunían espontáneamente numerosos autores. Entre acciones plásticas, coherente música (sobresale un grupo de jóvenes violinistas que son una promesa cierta) y un divino café helado, Irene Corporán, la encargada del espacio, hacía actos de magia porque todo marchara aceitadamente. Por su parte, el pintor cubano radicado en esa ciudad, Jimmy Verdecia, regalaba a los autores presentados con versiones plásticas de asuntos de sus obras, en telas pintadas para cubrir las mesas. Fue aquí donde conocí a muchos escritores y mantuve minuciosas horas de examen no solo a dilemas de la producción literaria, sino también de la hora peliaguda por que atraviesa nuestro mundo. El sitio se convirtió también en vértice de encuentro de los cubanos, los que viajaban para la ocasión y los que andan por allá. Allí hacíamos escala de intercambio el narrador Marcial Gala, la editora Lourdes González de Arte y Literatura y el que suscribe.
Sumamente auspiciosa fue la reunión de trabajo que facilitó Chiqui Vicioso en su esplendida casa del Barrio Colonial. Nos acompañaba, atento y sabiamente cooperativo, Fidelio Despradel, legendario líder de la revolución de abril del 65, hombre justo y dialéctico donde los hay, que felizmente es el esposo de Chiqui. Esa noche, entusiasmados por el espíritu de Lourdes, diversos intelectuales concertamos ideas con el fin de ayudar a promover la Feria del Libro de La Habana, que se dedicará al Caribe. Una acción especialmente significativa será la preparación de una antología de cuentos caribeños en edición trilingüe, para dar mayores posibilidades de lectura en las tres lenguas básicas del área, francés, inglés y español. Bajo los auspicios de la editorial que preside la habanera Lourdes González, un grupo de coordinadores (Chiqui Vicioso, Marcio Veloz Maggiolo, Earl Lovelace, Jim Pepin y este cronista) trabajaremos para lograr esta empresa de acercamiento cultural.
Precisamente en esa reunión conocí en persona al novelista Marcio Veloz Maggiolo. Ya había leído su magnifica Mosca soldado (ganadora, entre otros, del Premio José María Arguedas de Casa de las Américas 2006), pero ahora tenía la ocasión de charlar con él sobre asuntos de interés mutuo. El escritor, desde la antropología y la arqueología, ha hallado sustento para su afán de invención. Así que desmenuzamos temas como su propia obra, amplia y varia, el estado de la novela actual en América, el Caribe como ámbito cultural, la traducción y sus vicisitudes (defiende la traducción realizada por creadores, pues según él son los que pueden acertar con las sutilezas de la obra), entre muchos. Marcio apuesta por las latitudes que abre la historia, con sus grietas incógnitas, a la ficción. Intercambiamos obras y las suyas me las regaló con el consentimiento de poder publicarlas en nuestra isla.
Otro instante de altas luces fue asistir a la conferencia de Chiqui sobre la vida y la significación de la obra de Juan Bosch. Entre un público mayoritariamente escolar, la autora fue desdoblando ocultos datos de la vida del hombre, el político y el creador. Chiqui insistió en lo imperioso de adentrarse en su obra, no solo como constructor de una democracia auténtica, independiente y provista para todos los hijos del país o como cuentista atinado, sino como teórico del género, con tesis decisivas sobre su estética, así como exhaustivo estudioso de la historia del Caribe. Bosch, se intuía de lo dicho por la intelectual, no era una asignatura del pasado sino para el futuro.
En el Pabellón de Escritores Dominicanos conocí a un verdadero notable. Se trataba del arquitecto, novelista y ensayista Manuel Salvador Gautier, cariñosamente aclamado como Doi. Ponía a conocimiento del lector otra novela suya, Serenata. En esos días había recibido el Premio Nacional Feria del Libro Eduardo León Jimenes, por su obra Dimensionando a Dios, que aborda la estadía de Juan Pablo Duarte, uno de los padres fundadores dominicanos, en Barcelona entre 1829-1831. Hombre atildado, de presencia amable y habla serena, suerte de Quijote sensato, en instantes ganó mi admiración. Conversamos de arquitectura, que lo conecta con Cuba, donde ha estado y a la que admira, así como de su dedicación tardía pero eficaz a las letras. La novela que me obsequió es una imaginativa y bien tramada saga que habla de un personaje amoroso, Salomé Ureña. Con atisbos líricos desde su epistolario y expansión complementadora a partir de la ficción, el novelista nos regala un panorama de una familia con extensiones cubanas y un proceso histórico decisivo. Salomé, no fue solo poeta y maestra, esposa de un hombre proverbial, Francisco Henríquez y Carvajal, sino que ambos prohijaron una estirpe de creadores: Francisco, Pedro, Max y Camila, cuya obra también abona las letras cubanas. La cercanía y estímulo de este hombre bueno y sensible quedan entre lo más afectivo de esas jornadas.
La noche del 11 de mayo se efectuó en el mismo pabellón la lectura Voces del Caribe. Coordinada por el poeta Valentín Amaro la acción intentaba ofrecer una visión de temas y maneras de la poesía que se está escribiendo en el Caribe. Lamentablemente no llegaron a tiempo los boricuas. De modo que realizamos la lectura los poetas Jesús Cordero, Domingo Guerrero y Alexis Tallerías, de Republica Dominicana, Samuel Gregoire, Markerson Jean Batiste, Gastón Saint Fleur y Emmanuel Agenol, de Haití, así como Raysa White, Marcial Gala y este servidor, por Cuba. Pudimos comprobar la similitud de temas, dominados por la inconformidad con un ámbito estéril, la presencia del dolor –afilado y demoledor, en la excelente recitación de los haitianos, sobre todo en Agenol– y también la nostalgia de lo posible. El recital estableció una comunión inmediata y entrañable.
Uno de los momentos para mí más entrañables fue la visita a un centro de enseñanza secundaria. Como parte del Plan de Extensión de la Lectura, el miércoles 18 me llevaron a la escuela Palacio de España. Me acompañaba el narrador oral Luis Pelegrín, conocido como Cuento Bastón, que hacía de presentador y amansador de los vitales muchachos con sus chistes y poemas. En el centro, de carácter público y enclavado en un área humilde de la ciudad, nos recibió un inquieto hormiguero de jóvenes, risueños y como desconfiados de lo que haríamos. El acercamiento se me hacía interesante por lo difícil, pues no escribo para jóvenes y mi obra se enfoca sistemáticamente en la angustia y el desaliento provocados por la mezquindad de los hombres. De modo que me apoyé en mis mañas de maestro y les hablé de la importancia de la lectura para multiplicar nuestras experiencias vitales. Les fui haciendo una historia a partir de mi propia niñez pobre y solitaria, sostenida por la vocación de mis héroes literarios que me daban fuerza y sentido. Intentaba convencerlos de que somos lo que sabemos, algo de lo que nada ni nadie nos puede expropiar, y en crecimiento del ser, la lectura es una compañía segura, fértil y luminosa. En ningún otro momento me sentí tan útil ni tan arropado de comprensión y afecto. Al final venían sonrientes a darme la mano y hacerse fotos conmigo. Si hay algo que me inspira es pensar que esa mañana haya ayudado en alguna medida a fijar un pensamiento verdadero en alguna de aquellas mentes fervientes.
Casi al borde del cierre de la Feria, el jueves 19, el Auditorio del Museo de Historia Natural acogió mi conferencia, “Mario Vargas Llosa: el poder de la ficción y la ficción del poder”. Aunque había propuesto varios temas cubanos, los organizadores me solicitaron abordar al flamante Nobel. Ante una audiencia donde destacaban alumnos universitarios, periodistas y escritores (me honraban con su compañía Marcio Veloz y Doi Gautier), establecido como preámbulo que hacía aquel discurso en la fecha cuando 116 años atrás había puesto su pecho a las balas el más grande de todos los cubanos, desarrollé mi ponencia. El tema básicamente plantea que la obra de Vargas Llosa resulta una saga que describe el mecanismo y las maneras del poder, no solo del político, sino de las diversas maneras de dominación –ideológica, económica, sexual, convencional, mítica, etc. – con que unos hombres someten a otros. El novelista peruano emplea el poder de la ficción para desvelar la ficción del poder, o sea, los mecanismos subjetivos de que este se vale para prevalecer y sojuzgar. Esto lo ejemplifiqué a partir de referencias a dos obras paradigmáticas del novelista, Conversación en La Catedral y La fiesta del Chivo. Sobre esta última apunté que sabía que muchos lectores dominicanos no la aprobaban por hallar ciertas incongruencias históricas, que sin embargo, mi lectura desprejuiciada y externa, me permitía comprobar los valores esenciales de la obra de ficción, pues no se me ocurriría buscar los datos fácticos de la historia en una novela, sino las sutilezas que me acercaban a lo más intangible e indemostrable, inalcanzable para los datos pero concretable para la invención. Los comentarios no solo fueron elogiosos sino enriquecedores.
El lunes 23, tras una noche en vela en el Aeropuerto Nacional y un vuelo en el tembloroso avioncito que me devolvía a mi tierra (bien temía Lezama a esa fina lámina de aluminio que nos separa de la eternidad), regresaba al “sitio donde tan bien se está”, mi hogar. Esa tarde llovió largamente. Dicen los amigos que conmigo retornó la ansiada lluvia a estos dominios. ¡En hora buena! Ojalá sean señas promisorias de la siembra de esos días de bellos paisajes, cordial amistad y fecundos libros que resultó la XIV Feria del Libro de Santo Domingo.

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