Por Altagracia Pérez Pytel
Lo conocí en el Ateneo Insular, organización literaria que ha visto desfilar a los más importantes escritores dominicanos de esta generación.
Recuerdo que fue en Puerto Plata, a finales del verano del año 1999, en un evento que reunió alrededor de unos 40 escritores, uno de los encuentros más concurridos realizados por esta institución.
Estaba de pies, en uno de los laterales de la espaciosa sala que nos acogía, proyectando una figura alta y gallarda, en dirección hacia un grupo de mujeres que lo rodeaban en un círculo concéntrico de palabras, cuya fuerza de atracción se inclinaba hacia él.
En aquel instante, yo no llegaría a imaginar ni se dio la oportunidad para calibrar la estatura de su personalidad. Fue en el fluir de los tiempos que se iría agigantando, creando perfiles y contornos jamás por mí, sospechados.
Partiendo desde la atinada conducción de su Presidente, el Dr. Bruno Rosario Candelier, hasta otros miembros importantes del Ateneo Insular, él se erige en mi memoria, de una manera muy singular.
Con charlas magistrales como “La Permanencia de lo Intrascendente”, hasta sus ensayos en torno a la Generación del 98 y otros, los cuales pude presenciar personalmente, puedo registrar como iba cobrando un espacio dimensional en mi conciencia.
Debo confesar, no sin reconocidas vergüenzas, que aún no había hecho contacto con su obra narrativa. El conocimiento de esta vendría después, precisamente luego de entrar en deslumbramientos por ese estilo tan brillante que fue desvelando con cada una de las presentaciones en estas conferencias.
Pero no era tan sólo por sus charlas magistrales, también era su particular forma de obrar. A veces lo contemplaba, dentro del grupo de escritores, en un simple estado de silencio, recortándose apenas en la sombra de aquellas noches, en una apostura que para mi resultaba regia, majestuosa.
Yacía sentado por lo general, con las piernas cruzadas, en la reunión de voces, cuyos ecos se alargaban sonoros, a veces hasta el arribo del despuntar de las madrugadas.
En aquellos intercambios históricos del Ateneo, él atraía mi atención -que ahora mi mente rastrea curiosa-, con aquella actitud que él desplegaba, que más que parlante, tendía hacia la observación de los otros.
Mientras algunos, quizás, pugnaban para hacer valer sus aciertos o destellos intelectuales, en intercambios de palabras ardientes, debates de saberes, bajo el fuego y la impronta del arte y el conocimiento, él parecía abstraerse en sabia disposición callada.
Sin embargo, cuando de su intervención se trataba, podía comprobar como sus comentarios o apreciaciones sobre cualquier aspecto de narrativa o poema discutido era escuchado con sumo respeto.
O en ocasiones, tan sólo era descubrirlo repartiendo unas galletas o chocolates que regalaba con sencillez campechana, creando un inesperado hilo de cercanía, o distribuyendo las copias de sus ponencias, que con justa distribución otorgaba a los asistentes.
Pero, la constatación de sus atributos y detalles que iban conformando su magna personalidad, ante mis ojos, no se consolidaría hasta la ejecución de una serie de talleres que inició el Ateneo para el aňo 2006.
Para ese entonces, ya había comprobado la belleza y riqueza de su lírica narrativa en su novela Serenata y yo, entonces, esperaba ansiosa por conocer su tetralogía Tiempo para Héroes.
Mi participación en el “Taller de Novela”, que se registró para mediados de abril del 2006, en la ciudad de Salcedo, no estaba prevista, ya que se había organizado sólo para los dirigentes ateneístas.
Pero, por casualidad del destino, la posibilidad de que el escritor Miguel Solano se ausentara para esa fecha motivó a don Bruno a sugerir mi asistencia, aparte de que se había flexibilizado la regla exclusiva de estar destinado sólo para los dirigentes.
Fue en esta temporada, que lo vi alzarse con una altura que aún impacta en mi cabeza. Desde febrero de ese año, que fue el mes en que se empezó a hablar de manera oficial sobre este Taller, comenzamos todos a observar el rigor organizativo con que él se manejaba.
En la presentación de las invitaciones y del programa a realizarse para el Taller, en ese mismo mes, en el encuentro efectuado en Montecristi, donde habló junto al poeta Jaime Tatem Brache, quien había propuesto la actividad y la organizaba, nos fue involucrando a todos en un ritmo decididamente vertiginoso, pero estimulador.
Luego, con anticipación necesaria, todos los inscritos recibiríamos material suficiente de apoyo e información para apoyar nuestros conocimientos en la elaboración de una novela.
Documentación que él con mucha diligencia y antelación, se aprestó a rastrear como basamento de formación para cada uno de nosotros.
Entre tanto, el trasfondo de ese exhaustivo tren para el preciso manejo logístico de esa actividad, lo conoceríamos más tarde en una copiosa crónica que él escribiría; mientras nosotros nos concentrábamos en la preparación de nuestras respectivas presentaciones.
Él, con su bien establecida fama de escritor, con unas seis novelas publicadas, muchas de ellas premiadas, había decidido no ser sólo la voz reinante en este Taller, había optado por una actividad participativa; guiada por su experiencia, pero creando la oportunidad para que fuéramos por nosotros mismos que descubriéramos y dilucidáramos los aspectos inherentes al mundo de la construcción de una novela.
El Taller despegaría en una lluviosa tarde de abril, lo cual nos forzaría a guarecernos corriendo en el recinto de la Casa de Retiro Santa Mónica, donde se iniciarían las tandas de una actividad guiada por una disciplina casi marcial que, de repente, él manifestaba ante el desconcierto de muchos.
De hecho, ya lo había planteado en las invitaciones, pero volvía a exigirlo contundente: no aceptaría ninguna interferencia ni diálogos entre los participantes, “interrupciones ociosas y demás fuentes de distracción...”, decía concluyente.
Buscaba nuestro rendimiento, buscaba mantener una disciplina para cumplir con un programa exigente, cuyo éxito -consideraba - se resquebrajaría, de no acatarse con lo planeado.
Las horas avanzaban, afuera el estruendo de las aguas, que casi inundaban los patios exteriores, no disminuía el vigor de los que les tocaban agotar sus turnos, tampoco la recia orden amainaba la actitud de obediencia, que, a regañadientes, se aceptaba.
Fue cuando escuché algunos de los participantes reclamar -por supuesto, de los más allegados a él-. Yo, que no me atrevía hablar ni a contradecir, contemplé aquel breve arrebato de rebeldía con temor.
Pensaba entonces, que su intenso imán desteñido en ese instante por su rectitud, se refractaba creando un incidente que posiblemente sería inmanejable; pensaba que aquel educador tan rígido no gustaría de ser disuadido en sus lineamientos.
Consideraba que tal vez podía sentirse amenazado en su liderazgo, por lo que aguardaba el desenlace de aquel imprevisto, casi con latidos tensos, pero fue ahí que pude ver que su reciedumbre se convertía en magia para los presentes.
Yo que escuchaba comentarios de lo que se esperaba fuera mejor para el desenlace del Taller, temía que él no tuviera la disponibilidad de doblegar su timón.
Por el contrario, sin alargar un instante que pudiera perjudicar el curso de aquel importante evento, vi aquel hombre de repente, abrirse en un diálogo de pareceres.
En un lapso de tiempo, permitía a los presentes disentir y aportar ideas de cómo hacer más exitoso aquel Taller.
Aquel hombre, que a parte de su prestigiosa estela de arquitecto, también tenía la de educador en las más importantes universidades del país, aflojaba su mando, para abrirse a consideraciones y debates.
Fue un momento raudo, pero en el que demostró con más exactitud su eficacia, y pude asimilar que detrás de toda corteza intelectual y profesional, también subyacen entretejidos más delicados de nuestro ser, que son los que en verdad, engendran nuestra humanidad.
Sin embargo, para esa ocasión no me acerqué a conversar con él, ni le manifesté lo que pensaba de aquel instante; aún no era el tiempo donde nos aproximáramos a profundidad en amistad.
Meses más tarde, después de leer su tetralogía Tiempo para Héroes, la cual me obsequió con mucha gentileza, pude comprobar una vez más, toda su capacidad creativa.
Además de su actitud de análisis y apreciación histórica, pude comprobar perpleja todo su tesón para urdir una trama, que como su título establecía, sólo un autor con tesitura de héroe podía embarcarse en tal aventura.
Tiempo para Héroes, con cuatro tomos, cada uno una novela de casi doscientas páginas, concebidas para la historia desde una gran imaginación, me haría llegar a la conclusión de que cada estudiante dominicano debía tenerla en su haber.
Entendí, entonces, que a mí se me había otorgado una gran oportunidad: la oportunidad de ser testigo, de caminar muy de cerca, junto a uno de nuestros más grandes escritores, que la posteridad y las presentes generaciones, por su innegable aporte a nuestro patrimonio literario y creativo, no podrían dejar de apreciar.
Comprendí, además, que los andamios para la edificación de cada vida, se levantaban anudados en pilares tras pilares de ejemplos, algunos débiles otros férreos, y que todo proyecto para largos alcances, debe estar anclado sobre todo en sólidos fundamentos.
El mío se descubre y trata de erguirse en estas evocaciones, guiada por los pasos de este gigante de nuestras letras, cuya resonancia sin dudas trasciende más de allá de los bordes de nuestra geografía, en repiques que saltan insubordinados a los límites del tiempo; en huellas imperecederas, trazadas por este ilustre escritor que todos conocemos como Don Manuel Salvador Gautier.
Recuerdo que fue en Puerto Plata, a finales del verano del año 1999, en un evento que reunió alrededor de unos 40 escritores, uno de los encuentros más concurridos realizados por esta institución.
Estaba de pies, en uno de los laterales de la espaciosa sala que nos acogía, proyectando una figura alta y gallarda, en dirección hacia un grupo de mujeres que lo rodeaban en un círculo concéntrico de palabras, cuya fuerza de atracción se inclinaba hacia él.
En aquel instante, yo no llegaría a imaginar ni se dio la oportunidad para calibrar la estatura de su personalidad. Fue en el fluir de los tiempos que se iría agigantando, creando perfiles y contornos jamás por mí, sospechados.
Partiendo desde la atinada conducción de su Presidente, el Dr. Bruno Rosario Candelier, hasta otros miembros importantes del Ateneo Insular, él se erige en mi memoria, de una manera muy singular.
Con charlas magistrales como “La Permanencia de lo Intrascendente”, hasta sus ensayos en torno a la Generación del 98 y otros, los cuales pude presenciar personalmente, puedo registrar como iba cobrando un espacio dimensional en mi conciencia.
Debo confesar, no sin reconocidas vergüenzas, que aún no había hecho contacto con su obra narrativa. El conocimiento de esta vendría después, precisamente luego de entrar en deslumbramientos por ese estilo tan brillante que fue desvelando con cada una de las presentaciones en estas conferencias.
Pero no era tan sólo por sus charlas magistrales, también era su particular forma de obrar. A veces lo contemplaba, dentro del grupo de escritores, en un simple estado de silencio, recortándose apenas en la sombra de aquellas noches, en una apostura que para mi resultaba regia, majestuosa.
Yacía sentado por lo general, con las piernas cruzadas, en la reunión de voces, cuyos ecos se alargaban sonoros, a veces hasta el arribo del despuntar de las madrugadas.
En aquellos intercambios históricos del Ateneo, él atraía mi atención -que ahora mi mente rastrea curiosa-, con aquella actitud que él desplegaba, que más que parlante, tendía hacia la observación de los otros.
Mientras algunos, quizás, pugnaban para hacer valer sus aciertos o destellos intelectuales, en intercambios de palabras ardientes, debates de saberes, bajo el fuego y la impronta del arte y el conocimiento, él parecía abstraerse en sabia disposición callada.
Sin embargo, cuando de su intervención se trataba, podía comprobar como sus comentarios o apreciaciones sobre cualquier aspecto de narrativa o poema discutido era escuchado con sumo respeto.
O en ocasiones, tan sólo era descubrirlo repartiendo unas galletas o chocolates que regalaba con sencillez campechana, creando un inesperado hilo de cercanía, o distribuyendo las copias de sus ponencias, que con justa distribución otorgaba a los asistentes.
Pero, la constatación de sus atributos y detalles que iban conformando su magna personalidad, ante mis ojos, no se consolidaría hasta la ejecución de una serie de talleres que inició el Ateneo para el aňo 2006.
Para ese entonces, ya había comprobado la belleza y riqueza de su lírica narrativa en su novela Serenata y yo, entonces, esperaba ansiosa por conocer su tetralogía Tiempo para Héroes.
Mi participación en el “Taller de Novela”, que se registró para mediados de abril del 2006, en la ciudad de Salcedo, no estaba prevista, ya que se había organizado sólo para los dirigentes ateneístas.
Pero, por casualidad del destino, la posibilidad de que el escritor Miguel Solano se ausentara para esa fecha motivó a don Bruno a sugerir mi asistencia, aparte de que se había flexibilizado la regla exclusiva de estar destinado sólo para los dirigentes.
Fue en esta temporada, que lo vi alzarse con una altura que aún impacta en mi cabeza. Desde febrero de ese año, que fue el mes en que se empezó a hablar de manera oficial sobre este Taller, comenzamos todos a observar el rigor organizativo con que él se manejaba.
En la presentación de las invitaciones y del programa a realizarse para el Taller, en ese mismo mes, en el encuentro efectuado en Montecristi, donde habló junto al poeta Jaime Tatem Brache, quien había propuesto la actividad y la organizaba, nos fue involucrando a todos en un ritmo decididamente vertiginoso, pero estimulador.
Luego, con anticipación necesaria, todos los inscritos recibiríamos material suficiente de apoyo e información para apoyar nuestros conocimientos en la elaboración de una novela.
Documentación que él con mucha diligencia y antelación, se aprestó a rastrear como basamento de formación para cada uno de nosotros.
Entre tanto, el trasfondo de ese exhaustivo tren para el preciso manejo logístico de esa actividad, lo conoceríamos más tarde en una copiosa crónica que él escribiría; mientras nosotros nos concentrábamos en la preparación de nuestras respectivas presentaciones.
Él, con su bien establecida fama de escritor, con unas seis novelas publicadas, muchas de ellas premiadas, había decidido no ser sólo la voz reinante en este Taller, había optado por una actividad participativa; guiada por su experiencia, pero creando la oportunidad para que fuéramos por nosotros mismos que descubriéramos y dilucidáramos los aspectos inherentes al mundo de la construcción de una novela.
El Taller despegaría en una lluviosa tarde de abril, lo cual nos forzaría a guarecernos corriendo en el recinto de la Casa de Retiro Santa Mónica, donde se iniciarían las tandas de una actividad guiada por una disciplina casi marcial que, de repente, él manifestaba ante el desconcierto de muchos.
De hecho, ya lo había planteado en las invitaciones, pero volvía a exigirlo contundente: no aceptaría ninguna interferencia ni diálogos entre los participantes, “interrupciones ociosas y demás fuentes de distracción...”, decía concluyente.
Buscaba nuestro rendimiento, buscaba mantener una disciplina para cumplir con un programa exigente, cuyo éxito -consideraba - se resquebrajaría, de no acatarse con lo planeado.
Las horas avanzaban, afuera el estruendo de las aguas, que casi inundaban los patios exteriores, no disminuía el vigor de los que les tocaban agotar sus turnos, tampoco la recia orden amainaba la actitud de obediencia, que, a regañadientes, se aceptaba.
Fue cuando escuché algunos de los participantes reclamar -por supuesto, de los más allegados a él-. Yo, que no me atrevía hablar ni a contradecir, contemplé aquel breve arrebato de rebeldía con temor.
Pensaba entonces, que su intenso imán desteñido en ese instante por su rectitud, se refractaba creando un incidente que posiblemente sería inmanejable; pensaba que aquel educador tan rígido no gustaría de ser disuadido en sus lineamientos.
Consideraba que tal vez podía sentirse amenazado en su liderazgo, por lo que aguardaba el desenlace de aquel imprevisto, casi con latidos tensos, pero fue ahí que pude ver que su reciedumbre se convertía en magia para los presentes.
Yo que escuchaba comentarios de lo que se esperaba fuera mejor para el desenlace del Taller, temía que él no tuviera la disponibilidad de doblegar su timón.
Por el contrario, sin alargar un instante que pudiera perjudicar el curso de aquel importante evento, vi aquel hombre de repente, abrirse en un diálogo de pareceres.
En un lapso de tiempo, permitía a los presentes disentir y aportar ideas de cómo hacer más exitoso aquel Taller.
Aquel hombre, que a parte de su prestigiosa estela de arquitecto, también tenía la de educador en las más importantes universidades del país, aflojaba su mando, para abrirse a consideraciones y debates.
Fue un momento raudo, pero en el que demostró con más exactitud su eficacia, y pude asimilar que detrás de toda corteza intelectual y profesional, también subyacen entretejidos más delicados de nuestro ser, que son los que en verdad, engendran nuestra humanidad.
Sin embargo, para esa ocasión no me acerqué a conversar con él, ni le manifesté lo que pensaba de aquel instante; aún no era el tiempo donde nos aproximáramos a profundidad en amistad.
Meses más tarde, después de leer su tetralogía Tiempo para Héroes, la cual me obsequió con mucha gentileza, pude comprobar una vez más, toda su capacidad creativa.
Además de su actitud de análisis y apreciación histórica, pude comprobar perpleja todo su tesón para urdir una trama, que como su título establecía, sólo un autor con tesitura de héroe podía embarcarse en tal aventura.
Tiempo para Héroes, con cuatro tomos, cada uno una novela de casi doscientas páginas, concebidas para la historia desde una gran imaginación, me haría llegar a la conclusión de que cada estudiante dominicano debía tenerla en su haber.
Entendí, entonces, que a mí se me había otorgado una gran oportunidad: la oportunidad de ser testigo, de caminar muy de cerca, junto a uno de nuestros más grandes escritores, que la posteridad y las presentes generaciones, por su innegable aporte a nuestro patrimonio literario y creativo, no podrían dejar de apreciar.
Comprendí, además, que los andamios para la edificación de cada vida, se levantaban anudados en pilares tras pilares de ejemplos, algunos débiles otros férreos, y que todo proyecto para largos alcances, debe estar anclado sobre todo en sólidos fundamentos.
El mío se descubre y trata de erguirse en estas evocaciones, guiada por los pasos de este gigante de nuestras letras, cuya resonancia sin dudas trasciende más de allá de los bordes de nuestra geografía, en repiques que saltan insubordinados a los límites del tiempo; en huellas imperecederas, trazadas por este ilustre escritor que todos conocemos como Don Manuel Salvador Gautier.
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