Por Manuel Salvador Gautier
CONTENIDO
1. Contraportada
2. Fragmento del capítulo VI “Convencimiento”
CONTRAPORTADA
CONTENIDO
1. Contraportada
2. Fragmento del capítulo VI “Convencimiento”
CONTRAPORTADA
El 1 de agosto de 2010 cumple 80 años el intelectual dominicano Manuel Salvador Gautier, quien, en su trayectoria de vida, ha dejado una estela de logros en el campo de la arquitectura y la literatura. Un grupo de instituciones ha formado el Comité Nacional MSG 80, donde, durante todo el año, cada institución patrocinará un evento para difundir la obra narrativa del intelectual.
Editorial Santuario se une a esta celebración con la publicación de las obras inéditas de Manuel Salvador Gautier.
Dimensionando a Dios es la primera de estas obras.
En esta novela, Gautier trata sobre la estadía de Juan Pablo Duarte, Padre de la Patria, en Barcelona, España, de 1829 a 1831, cuando fue a realizar estudios superiores a la edad de diecisiete años. Poco se conoce sobre este período de la vida del Patricio. En los Apuntes de Rosa Duarte sobre los datos biográficos de su hermano, aparecen dos anécdotas. En la primera, la autora explica que Juan Pablo decidió libertar a su Patria cuando el Capitán del buque en donde iba hacia América del Norte lo ofendió preguntándole si los dominicanos no reconocían que eran cobardes y serviles por inclinar la cabeza bajo el yugo de sus esclavos. Esta acusación causó tal rabia en Juan Pablo, que juró luchar, a partir de entonces, por la libertad de su Patria. La segunda anécdota trata sobre la respuesta que Juan Pablo dio cuando, a su retorno al país, le preguntaron que era lo que en sus viajes le había llamado más su atención y le había agradado, “los fueros y libertades de Barcelona, fueros y libertades que nosotros un día daremos a nuestra patria”, respondió sin titubeos el recién llegado. Sin embargo, para Gautier, estas dos anécdotas no bastaban para montar una novela con trama y conflictos. Encontró lo que buscaba en la obra que presentó en enero de 2009 Leonor de Ayala G. Duarte, tataranieta de Vicente Celestino Duarte, hermano de Juan Pablo, donde la autora expone los resultados de la investigación que hizo en Barcelona sobre la estadía de Juan Pablo en esa ciudad. Según determinó esta dama, en el único lugar donde Duarte pudo estudiar por dos años lo que se dice que estudió (Latín, etc.) fue en el Seminario Conciliar de Barcelona, donde se forman los sacerdote catalanes. Para Gautier, Duarte fue a Barcelona a estudiar sacerdocio. El escritor desarrolla la novela alrededor del conflicto que se crea en el interior de Duarte entre el Duarte-sacerdote y el Duarte-libertador, que pudo haberle durado toda su vida.
El tiempo en que Duarte vivió en Barcelona está dentro de lo que la historia española llama “La década ominosa”, de 1823 a 1833, el período de terror con el cual Fernando VII quiso dominar las ansias de autonomía de los catalanes y en el cual se formaron sociedades secretas para combatir su absolutismo e imponer la independencia de Catalunya como una nueva nación europea. Basada en estos hechos reales y supuestos, Gautier nos presenta a un Juan Pablo Duarte ambicioso, decidido, a veces violento, que, desde el Seminario, se involucra en una intriga en la cual él se acerca a una de esas sociedades secretas y, junto con un compañero seminarista, estudia los fueros de Cataluña y las constituciones de Francia y Estados Unidos, con el fin de redactar una constitución que sirva al nuevo país independiente. De esta manera, Gautier dramatiza la manera en que la estadía de Duarte en Barcelona influyó en Duarte para crear la Sociedad Secreta La Trinitaria y para proponer, en 1844, una constitución donde el Padre de la Patria crea un cuarto poder, el provincial (regional), que impediría la concentración de autoridad en el Poder Ejecutivo. Para Duarte, el poder y, sobre todo, el desarrollo de su país, debían ser establecidos por los ciudadanos desde la instancia más cercana a sus intereses, la región donde viven.
Dimensionando a Dios no es una obra más para glorificar la hazaña independentista lograda por Juan Pablo Duarte, de la cual todos los dominicanos nos sentimos orgullosos. Es también una novela que nos pone a reflexionar sobre las motivaciones de un hombre que asimiló y resolvió el gran tema que preocupaba a sus conciudadanos: cómo convertir a su país en un estado libre, constitucional e institucional. Es una reflexión que todavía preocupa a los dominicanos.
Fragmento del Capítulo VI
CONVENCIMIENTO
Terminé de leer a San Agustín y me inquieté. Mis conclusiones las debía discutir con don Infrando, pero a quien tengo cerca es a don Miquel. Me han surgido cuestionamientos. Estamos en el siglo V, y el Imperio Romano ya solo existe aislado y desprotegido, prácticamente aniquilado, lo que significa también la aniquilación del emperador papa que creó Constantino. San Agustín es el pensador que propone separar al papa, obispo de Roma, del emperador romano. Surge así un papa sobre la tierra con poder independiente para dirigir la obra de Dios entre los creyentes y paganos. Con este golpe magistral, San Agustín logra que sobreviva una religión que ya estaba en entredicho acosada por las herejías populares de Arrio y Pelagio, por eso los católicos lo consideren el padre de la Iglesia. San Agustín es africano, expuesto a todas las corrientes del saber en esos momentos. Es, además, astuto; sabe que para imponer aquello que propone, en ciertas cosas debe exigir e imponer y en otras, ceder. En la consolidación del poder omnímodo del papa y de la nueva Iglesia, acepta la adopción de ritos, costumbres y pensamientos de religiones, filosofías y doctrinas paganas; esto es, asimila el absolutismo del imperialismo romano, las fiestas mítricas y los pensamientos filosóficos de Platón y Aristóteles. Mis cuestionamientos son: ¿hasta qué punto la espiritualidad de la doctrina religiosa que se depuraba en esos momentos fue usada tan solo como un medio para lo que se pretendía, o sea, recuperar el poder material absoluto? Y otra cosa: el mantenimiento de ese absolutismo, ¿no refuerza el gran problema de la humanidad, el sometimiento de muchos por unos cuantos, y propicia que lo adopten otros dirigentes en distintas esferas de poder? La ciudad de Dios parece más una ciudad terrenal para atrapar hombres y territorios y someterlos con dogmas, que una propuesta espiritual para alcanzar a Dios. Las contradicciones de esta religión católica a la que pretendo dedicar mi vida me abruman de nuevo y me ponen a dudar si debo continuar con mis estudios. Don Infrando me ha colocado una víbora venenosa en las manos.
Deseo discutir mis dudas con don Miquel, pero tengo reservas. Hasta ahora, solo ha compartido conmigo sus estudios de los fueros y las constituciones liberales, y algún que otro comentario para aclarar aún más su relación con don Pau y don Jaume.
Esto último fue muy ilustrativo. Don Miquel me contó cómo tres imberbes agresivos terminaron involucrándose en una secta secreta. En la lucha contra el absolutismo, el ejemplo que siguieron fue el de un tío de Pau, que lo combatió hasta morir. Al principio, los mozos hacían cosas como embarrar paredes con consignas sediciosas o confundir a la guarnición con direcciones equívocas, cuando preguntaban por alguien que venían a apresar, y daban la de un prostíbulo donde, en combinación con los mozos, los recibían con grandes manifestaciones de júbilo y los entretenían, mientras alguien avisaba al perseguido. En la “torre” que domina el barrio, el “caballero comunero” que reclutaba adeptos supo en lo que ellos andaban y les propuso entrar a la secta como miembros (cuando hablé sobre esto con don Pau, me dio otra versión en la que había una persona en la secta que los conocía y los llamó, alguien que había sido amigo de su tío). Fue en esta coyuntura que don Miquel rehusó seguir con los otros dos y escogió el sacerdocio; había advertido que los conspiradores de la “comunería” no eran suficientemente rigurosos y que adoptaban métodos iguales o peores a los que usaban sus enemigos en su contra. Entre ellos mismos, era espantosa la criminalidad. Al entrar, juraban entregar su cuello al cuchillo, sus restos al fuego y sus cenizas al viento si no daban muerte a cualquiera a quien la secta declarase traidor. Según pudo apreciar don Miquel, esta sentencia se ejecutaba con bastante frecuencia (los comuneros hablaban hasta por los codos de sus proezas cuando consideraban que su audiencia era de confiar), ya que en la admisión de nuevos miembros lo importante era la cantidad no la calidad, y se llenaron las “torres” con hombres desaprensivos, que revelaban los secretos de mayor trascendencia de la secta a sus queridas y hasta a los soplones y eran prontamente ejecutados por los “primos”, como se llamaban entre ellos, cuando se descubría. Don Pau y don Jaume no le temieron a estas contingencias: sabían que había gente en la Secta que los protegerían. La actitud de don Miquel pareció una cobardía a los demás; mas para él, era una cuestión de entereza moral (sus dos amigos lo entendieron también así, mas no dejaron de insistir con él para que se uniera a ellos, habían compartido demasiadas cosas juntos).
Me impacta la actitud de don Miquel, la apoyo. El rechazo al atropello gratuito lo comparto con mi compañero seminarista, a quien cada vez aprecio más; ya no soy el mocito prepotente que enfrentaba a su oponente gordo y lo amenazaba de muerte. Vamos. Pienso que hay otras maneras; sin embargo, vacilo un poco. Me he preguntado con demasiada frecuencia: ¿puede evitarse la violencia para conquistar la libertad de un pueblo? ¿Cómo obtener la adhesión absoluta de los seguidores a una causa? ¡Hay tantos intereses de por medio! ¿Cómo lograr que todos quieran lo mismo?
Tengo a don Miquel frente a mí; le he expuesto mis inquietudes sobre la obra de San Agustín.
—En sus deliberaciones sobre el drama de Calderón, usted tocó el tema del libre albedrío. Pau dice que la verdadera dimensión de Dios es ese libre albedrío y que para deshacer este entuerto, nos toca a todos actuar debidamente bajo sus dictámenes. Para él, todas esas historias terribles sobre la Iglesia solo son demostraciones de un uso improcedente del libre albedrío y lo que prueban es que el hombre ha construido a un Dios a su imagen y semejanza y no como consta en la Biblia, en el primer capítulo de Génesis, versículo veintiséis: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza. Por mi parte, pienso que debemos buscar la dimensión de Dios en nuestra fe. Me siento preparado ahora, don Juan Pablo. Es usted el primero a quien lo confío: redactaré la constitución liberal como la siento, dando al hombre lo que es del hombre y a Dios lo que es de Dios, como señaló nuestro Señor Jesús, Sacerdote y Buen Pastor.
La decisión de don Miquel me estremece.
—¿Y cómo es eso?
—Haré como San Agustín, reconstruiré los poderes de una colectividad; pero esta vez olvidando que hay un Imperio por rescatar y rehacer, riquezas para disfrutar y acumular y autoridad para conquistar y someter. La constitución de los liberales de Catalunya demostrará al mundo cómo debe regirse la convivencia humana.
—¿Y si los directivos que deben aprobarla la considera inaplicable y le solicitan reformarla o, simplemente, la rechazan?
—Quedará como un paradigma de referencia.
Me admiro. No sé cuál de nosotros dos es más idealista, pero andamos cerca.
Don Felipe se enteró por doña Esclarí sobre mi acercamiento a la secta de catalanes sediciosos y me llamó la atención. Ya venía con sospechas desde que supo de mi conexión con don Pau Almaguer, me dijo. Me exigió mayor juicio y prudencia en mi comportamiento. Me recordó que un tutor no puede asumir las responsabilidades de guiar a su pupilo si este le oculta lo que hace. Lo sentí poco convincente como inquisidor y me di cuenta que, en el fondo, no deseaba reprocharme. ¿Qué haces, hermanito? ¿Qué haces? No hay duda de que el espantoso incidente con el capitán norteamericano y el papel de mensajero que protagonizó en el intercambio de pareceres que tuvimos Vicente y yo lo habían convencido de mi decisión de alcanzar la independencia de mi país… ¡Y me apoyaba! Traté de manejar la situación con diplomacia, para no ofenderlo; en realidad, le tengo gran estima. Llegamos a un acuerdo: en lo adelante, todo lo que hiciera en esos menesteres se lo consultaría, y así él sabría cómo orientarme para evitar que me involucrara en algo más peligroso. Lo que ha hecho hasta ahora, la redacción de una constitución, no me parece de gran valor ni es una gran tarea, me señaló: ¡Vamos! ¿No se da cuenta? Una constitución pueden cambiarla en cualquier momento; ya ocurrió con la del 12. Eso sí, respeto a quienes la idean, y añadió, con gran autoridad y convencimiento: lo importante es tener el dominio del poder.
Dios me protege: en los aspectos políticos don Felipe me asesora (un poco a lo Maquiavelo, quizás), como don Infrando hace en los espirituales (un tanto con sentido práctico, no hay dudas). ¡Quién lo diría! Debiera estar satisfecho, mas algo me inquieta. ¿Podrán mis dos consejeros, en realidad, guiarme hacia la solución de los dilemas que me acosan? La respuesta es: solo yo puedo hacer eso, solo yo.
Estoy de regreso en el Seminario. Me siento complacido; es como entregarme de nuevo a un hábito deseado. Me da una gran alegría encontrarme con Jordi; lo abrazo, hablamos. Esta vez no estaremos juntos en la misma habitación; mi compañero será Javier Palau, quien hizo de San Cipriano en el drama de Calderón. Me juntan ahora con lo más selecto de la promoción.
Don Infrando está entre los preceptores que reciben a los seminaristas. No demuestra gran regocijo al verme, y no me afecta. Sé que su temperamento no le permite exteriorizar las emociones que siente.
—Prepárese para orientar a los neófitos —me recuerda.
Noto a don Miquel entre los novicios. Nos saludamos con una sonrisa. Ya no podré hablar con él, aunque lo veré a menudo en la celda de nuestro director espiritual. Debe estar al terminar la redacción de la constitución catalana. Hubo otra tertulia donde doña Esclarí, y allá le entregaron los requerimientos que hacía la secta secreta para escribir el documento que adoptaría Catalunya, una vez libre, con el fin de legalizar sus actos. No compaginan con lo que me propongo hacer, don Juan Pablo, me dijo. ¿Y qué ha determinado entonces?, le pregunté. Haré lo que le dije que haría. ¿Y no es mejor discutirlo y llegar a un acuerdo? No aceptó lo que le sugerí, pero tampoco lo rechazó. Ya veremos, dijo. Vamos. Me preocupé y se lo hice saber. Me dijo que esperara a que terminara de redactar el documento, entonces yo vería. En eso llegó el momento de volver al Seminario. Trataré de comunicarme con don Jaume en el bosquecito para averiguar en qué está todo o, a lo mejor, don Miquel y yo rompamos las reglas y hablemos de vez en cuando en algún rincón del Seminario.
¡Juan Pablo!
Mi conciencia se indigna por mis atentados al irrespeto y a la desobediencia. Y me doy cuenta. Quizás me halla corrompido. Quizás comience a transigir. Quizás no sea tan íntegro como me considero. Debo revisarme. Estoy seguro que don Miquel entregará una constitución como piensa que debe ser. Yo no puedo hacer menos. Lucharé por la creación de un país que responda a los principios más puros del hombre; lucharé por la libertad, la igualdad y la fraternidad, los tres preceptos que los franceses formularon en su Revolución y que les ha sido tan difícil de imponer, después de cuatro décadas tratando de hacerlo.
Me rodean mis compañeros seminaristas, mis preceptores. Asisto a las actividades del primer día: la distribución de las habitaciones y su ocupación, la asamblea de apertura de clases, la misa para dar gracias a Jesús Sacerdote y Buen Pastor por haber vuelto a su lado para que nos guíe en nuestra formación religiosa. Todo parece habitual, normal. Pero no hay tal. Soy distinto y percibo las cosas de otra manera a como lo hacía antes. He vuelto al Seminario transformado. Cuando llegué por primera vez, anticipaba con ingenuidad la manera en que tendría que adaptarme a situaciones inéditas entre desconocidos a quienes debería obediencia, esto así, si quería alcanzar la meta que me había propuesto. Contaba con mi inteligencia y mi preparación, sin entender que no bastaba mi voluntad para lograrla, que alrededor mío se tejerían habladurías e intrigas que podrían afectarme si no las tomaba en consideración. De eso, me protegió don Infrando; tengo que agradecérselo. Ahora anticipo el avispero de intereses que se mueven en una institución que prepara el futuro de servidores de Dios, los cuales deberán mantener el status quo de la Iglesia, pero, sobre todo, tendrán la obligación de cuidar su supervivencia. Cargo una situación personal que debo manejar con sumo cuidado. Tengo que esforzarme para no actuar como lo hacía de pequeño, que echaba a un lado lo que no me complacía. He tenido una iniciativa y debo completarla. Regreso al Seminario para tratar nueva vez de formarme como sacerdote, a no darme por vencido sobre una decisión que tomé y que debo satisfacer. Es mi soberbia, que no acabo de controlar. Me justifico por mi desliz. Quizás, cuando asumí esa decisión en Santo Domingo, me dejé llevar por mis preceptores religiosos y no oí a quienes debía, a mi padre, don Juan José, y a mi hermano Vicente, especialmente a él. Fui testarudo. Pero ya no estoy condicionado de igual manera. No dependo de nadie, y ahora aplico mi libre albedrío sin desmedro del bagaje que traigo. Tengo varios mundos que bullen en mi mente, el de cada lengua que hablo, el de cada concepto que he asimilado, el de cada decisión que he tomado.
¡Juan Pablo!
De nuevo mi conciencia me alerta sobre mis posibles desvíos. Está vigilante, más que nunca. En cambio, mis ángeles han vuelto y me alientan a no desanimarme, a perseverar en mis propósitos.
Esa noche, busco mi atalaya, me acomodo en el hueco de la ventana abierta. Me ha tocado una habitación de segunda planta que da frente al bosquecito, como la anterior.
Javier me pregunta qué hago.
—Medito —replico, y él da una vuelta en su lecho y se dispone a dormir.
Miro hacia el infinito, anhelo la cercanía de Dios que antes tenía. Y llega; me inspira; devela uno de los enigmas que me acosan. Me afecta profundamente el importe de su significado; me conmueve, porque me orienta definitivamente hacia lo que busco.
Lo acojo, lo retengo en la mente.
Reza como sigue:
La dimensión verdadera de Dios es la libertad y el pecado más oscuro es el sometimiento del hombre por el hombre. Es una verdad revelada hace ya más de trescientos años a un fraile dominico, fray Antón de Montesinos, en Santo Domingo. En el sermón de adviento que dio en 1511 a los señores esclavistas, conquistadores de América, la lanzó, solo que, entonces, no le hicieron mucho caso. Dijo: Para os dar a conocer los pecados que cometéis contra los indios me he subido aquí, yo soy voz de Cristo en el desierto de esta isla y, por tanto, conviene que con atención no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos la oigáis... Esta voz dice que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios?
Pienso en Vicente. ¿Qué haces, hermanito? ¿Qué haces?
Y esta vez le respondo. Ideo una secta secreta y una consigna para nuestra causa, hermano:
Dios, Patria y Libertad.
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