Ganador del Segundo Premio, Sección Narrativa del Primo Premio “Citta di Viareggio Il Molo”, patrocinado por la Editora Il Molo, en Viareggio Italia, traducción al italiano de María Antonietta Ferro.
Por Manuel Salvador Gautier
Santa Biblia, 2 Samuel, cap. 11, vers .13, 14
13. Y David lo convidó (a Urías) a comer y a beber con él, hasta embriagarlo. Y él salió a la tarde a dormir en su cama con los siervos del señor; mas no descendió a su casa.
14. Venida la mañana, escribió David a Joab una carta, la cual envió por mano de Urías.
Yo, Urías heteo, soy un hombre de bien. Un soldado. Pertenezco al cuerpo de caballería del ejército de la casa de Israel. En ocasiones, he guiado una carroza, aunque este artefacto de guerra no es mi fuerte; me siento más cómodo encima del caballo. He engrosado las primeras filas de muchas batallas, dispuesto a morir por la magnificencia de nuestro rey David, la supremacía del Arca de la Alianza y la gloria de los pueblos de nuestro Dios Jehová. He salido ileso todas las veces que entré en combate, si se descartan las heridas de jabalina y de flecha que recibí, sin que me impidieran seguir adelante, y que fueron tratadas y sanaron en un tiempo prudente. Las llevo con orgullo. Siempre me defendí con denuedo; nunca me sorprendieron desprevenido. Mis compañeros de armas me consideran un hombre de suerte. Y, quizás, lo he sido… Hasta ahora.
En este momento, salgo del palacio de nuestro rey David en Jerusalén, después de una reunión con él, y llevo conmigo un mensaje del Rey al jefe militar Joab, al frente de las huestes que asedian a Rabá, la ciudad real de los amonitas. Como en otras ocasiones recientes en que nos hemos visto, en esta reunión el Rey me trató con tacto y tuvo conmigo muchas atenciones. Mientras tomábamos de un vino exquisito y comíamos frutas deliciosas de una enorme fuente delante de él, el Rey proclamó su admiración por los siervos que, como yo, han demostrado absoluta lealtad a su persona y al Dios Jehová. Considera el Rey que un ejército formado por hombres de ese tesón, difícilmente pierde una campaña. Le creo; estoy de acuerdo. Sólo que yo sé la razón que lo mueve a hacer este tipo de comentario que me favorece. Le respondí que, en el ejército, son muchos los siervos con mis virtudes que darían sus vidas por él y por el Dios Jehová; y añadí que sus siervos lo consideramos el más grande conquistador que hayamos tenido jamás, por propiciar la ocupación de territorios que producen enormes riquezas para los pueblos de Israel y de Judá, de manera que estos se sientan, realmente, los pueblos elegidos del Dios Jehová. El Rey sonrió conmovido: le gustan las lisonjas; es humano, como lo somos todos nosotros. Es, además, inhumano, como también lo somos todos.
Cuando, hace apenas unos días, nuestro rey David dio instrucciones al jefe militar Joab de enviarme a Jerusalén, yo conocía el motivo. Aquellos que permanecen en nuestras poblaciones no tienen idea de lo rápido que llegan al campo de guerra las noticias de lo que ocurre por allá y, más aún, cuando se trata de algún escándalo provocado por el Rey. Entre los oficiales y los soldados, la comidilla palaciega más reciente era la historia de la mujer que se bañaba en la azotea de su casa y que el Rey divisó desde una ventana alta de su mansión, la mandó a buscar y la poseyó. Hasta yo me reí cuando la oí contar, dispuesto a celebrar las aventuras del hombre mujeriego que es nuestro Rey. En un momento dado, me di cuenta que la historia de la mujer en la azotea tenía que ver conmigo. Nadie me trató la relación; noté, tan sólo, que, después de comentado el chisme por primera vez delante de mí, ninguno de los compañeros a mi alrededor estaba dispuesto a compartirlo conmigo de nuevo. Hablé con el oficial a cargo del correo, un viejo amigo de muchas lides: él había estado en Jerusalén últimamente y debía saber todos los detalles del caso. Le expuse mi inquietud. “¿Quién es la mujer? ”, le pregunté, sin más rodeos. El amigo me dio el nombre y me dijo más, me informó que la mujer estaba encinta del Rey. Me recomendó prudencia. Era Betsabé, mi consorte.
No es la primera vez que Betsabé me traiciona; pero, al menos, las otras veces lo hizo con sujetos que pude eliminar. Yo disimulaba una ofensa cualquiera con el individuo en cuestión para provocar un duelo que yo siempre ganaba, pues soy un adversario imbatible. Si esto no era conveniente, yo pagaba sicarios para que despacharan al individuo lejos de mi casa, de manera que no cayeran sospechas sobre mi familia, especialmente, sobre Betsabé. Así limpiaba mi honor.
Esta vez era inadmisible adoptar una de esas opciones, pues el Rey, para un soldado, es intocable. Además, nuestro Rey David está muy bien custodiado. De hecho, las veces que estuvimos juntos en su palacio había varios miembros de su escolta muy cerca de nosotros. Cualquier movimiento extraño que yo hiciera, me inmovilizaban.
Yo, Urías heteo, soy un hombre de bien. Un soldado. Admito que, para ser un regicida, hay que convertirse en un rebelde que desafíe la autoridad del Rey, y yo no lo soy. Siempre obedeceré las órdenes de guerra que se me den. Las órdenes de guerra, no las artimañas para engatusarme.
He pensado mucho en Betsabé. La considero una mujer de grandes recursos, fuera y dentro de la cama. Hay algo que la favorece enormemente: ella se mantiene siempre muy hermosa. Agrada volver del campo de guerra, donde lo que aparece para entretenerse son esclavas o prostitutas que, realmente, no dan gusto, y llegar a nuestra casa para encontrar a una mujer que se prepara tan sólo para dar placer y que produce sensaciones y reacciones carnales que sorprenden y deleitan. Creo comprender qué fue lo que la motivó a proceder como lo hizo. Pienso que Betsabé se aburría sin ningún hombre a quien atender. Averiguó que el Rey estaba en la ciudad, lo cual no es muy frecuente, y se propuso conquistarlo. Todos en Jerusalén saben que el Rey se asoma a contemplar lo que ocurre en las calles desde la ventana más alta de su palacio; Betsabé definió su objetivo contando con esto. Posiblemente, ella se bañó en la azotea de nuestra casa dos o tres veces al día, esperando que, en una de estas, el Rey la divisara. Estoy seguro que no eran simples baños, sino verdaderos despliegues de un cuerpo femenino al desnudo, en contorsiones de danzas eróticas, para deslumbrar al hombre más timorato. Fue una meta muy osada, que ella logró. Luego, para permanecer al lado del Rey, consiguió que este la fecundara. El Rey siempre ha sido consecuente con las mujeres que le dan hijos, aunque no a todos ellos los reconozca como tales. Para mantener las apariencias frente a los ancianos de las tribus, especialmente, ante el profeta Natán, había que simular que el hijo de Betsabé no procedía del Rey, y esta consideración me afectó de manera directa, pues, supuestamente, yo debía ser el padre, lo cual era imposible, pues, mientras Betsabé y el Rey se revolcaban, yo estaba en el campo de guerra. Ciertamente, Betsabé no pensó en mí en todo este asunto. Ella nunca piensa en mí cuando decide enredarse con otro hombre.
Había una manera sencilla de salir del embrollo. Yo sólo tenía que acostarme con Betsabé tan pronto llegara del campo de guerra, sorprenderme cuando ella me dijera, un mes después, que estaba embarazada, y dejar que ella y el Rey siguieran sus relaciones, sin estorbarlos; pero no pude hacerlo. No pude acatar el plan de un Rey desvergonzado que toma las esposas de sus soldados mientras estos despliegan las tiendas de la casa de Israel frente a sus enemigos y entran en combate, defendiendo el Arca de la Alianza y los pueblos del Dios Jehová. Un Rey así no merece respeto ni consideración como persona. Hice todo lo contrario a lo que él esperaba de mí. Me di ese gusto, aunque sea el último que me dé en la vida. Soy un marido engañado que rehúsa entenderse con el hombre que lo engaña; pero que, como soldado, obedecerá las órdenes militares del Rey.
El rey David trazó un plan muy sencillo contra mi honra. Me llamó a su lado; me hizo creer que yo era el portador de importantes noticias del campo de guerra; me preguntó por detalles sobre las defensas del enemigo en Rabá, la ciudad real; requirió mi opinión sobre cómo combatirlas; dio suma importancia a mis observaciones y redactó unas notas que supuestamente haría llegar a nuestro jefe militar Joab, relacionadas con lo que yo había recomendado. Luego me despachó. “Desciende a tu casa y lava tus pies”, me dijo. Al salir, recibí un presente de la mesa real. El Rey inflaba mi orgullo y llenaba mi bolsillo. Yo debía correr donde Betsabé y poseerla, pero yo estaba predispuesto. En vez de seguir el plan del Rey, dormí a la puerta de su palacio, en una de las camas asignadas a las tropas de la guarnición. Cuando el Rey lo supo, me llamó de nuevo y me preguntó la razón por la que no había descendido a mi casa. Le respondí muy sencillamente y creo que contundentemente. Dije: “El Arca e Israel y Judá están bajo tiendas, y mi señor Joab, y los siervos de mi señor, en el campo; ¿y había yo de entrar a mi casa para comer y beber, y a dormir con mi mujer? Por vida tuya, y por vida de tu alma, que no haré tal cosa”. Temí, por un momento, que el Rey se enfureciera con mi respuesta. No fue así. El Rey me miró con una sonrisa en los labios, llamó a un soldado de su escolta, le dio unas instrucciones al oído, entonces giró hacia mí y me ordenó permanecer en Jerusalén unos días más, para, luego, despacharme a Rabá, la ciudad real, con órdenes bélicas frescas para el jefe militar Joab. Su plan ahora era embriagarme, para enviarme borracho a mi casa, y, habiendo yo poseído o no a Betsabé, propagar que yo la había fecundado. Esta artimaña no funcionó. El Rey podía inducirme a tomar todo el vino que él quisiera, que yo estaba preparado para aguantarlo y ver caer a mi lado, uno por uno, a los que me acompañaban, incluyendo al propio Rey. En el ejército hacemos apuestas al que más cantidad tome de vino o de cualquier otro licor; los despliegues de borrachos no nos hacen mella. A mí, el exceso de copas me coge con pelear. Cada vez que uno de los miembros de la escolta del Rey, creyéndome totalmente embriagado, intentaba cargar conmigo y llevarme a la fuerza a mi casa, yo me resistía y lo frenaba. Consciente o embriagado, soy un combatiente invencible. Cuando terminó la escancia, me acosté de nuevo en una de las camas a la puerta del palacio.
Finalmente el Rey desistió de su plan, y aquí estoy, portador de un mensaje suyo al jefe militar Joab. He decidido abrirlo para comprobar si contiene lo que presumo. Al Rey no le queda más remedio que mandarme a matar; de otra manera, jamás podría hacer suya a Betsabé y convertirla en una de sus esposas, la única alternativa que tiene para disminuir el escándalo y seguir poseyéndola sin mayores inconvenientes.
Trato de calmarme. Leo.
Efectivamente. El mensaje instruye al jefe militar Joab a tomar una medida de guerra que significa mi eliminación física. Dispone iniciar el asedio final a Rabá, la ciudad real, y añade, muy escuetamente: “Poned a Urías al frente, en lo más recio de la batalla, y retiraos de él, para que sea herido y muera”. Del contenido de este mensaje, me consuela y me enorgullece, a la vez, que el Rey ponderó algunas de las recomendaciones que le hice y ordena al jefe militar Joab que las ejecute.
Con este mensaje, mi suerte está definida. Haré lo que tenga que hacer. Si he estado dispuesto, durante todos estos tiempos, a morir por nuestro Rey David, por la supremacía del Arca de la Alianza y por los pueblos de nuestro Dios Jehová, ahora es preciso que esté dispuesto a morir por mí mismo, por una causa absolutamente mía: por mi integridad y por mi honor.
Yo, Urías heteo, soy un hombre de bien. Un soldado. En el próximo avance sobre Rabá, la ciudad real, cumpliré con la orden de nuestro Rey David. Acepto la muerte en combate que propone. Es la que me corresponde. Penetraré a galope por entre las huestes amonitas y repartiré golpes y lanzazos hasta que mis brazos no puedan más. Avanzaré hasta el pie de las murallas, al alcance de las flechas enemigas y, entonces, sin titubeos, mostraré mi pecho desnudo para que una o más de estas flechas penetre en mi corazón. Sólo así dejaré de ser invencible. Caeré en batalla; pero nadie podrá enrostrarme que prevariqué ante el Rey, aceptando un plan que me haría miserable por el resto de mis días. Moriré con honor y dignidad y seré respetado por los siglos de los siglos como un hombre que fue engañado, mas que actuó dignamente.
Mi último deseo es que el hijo del rey David, nacido de Betsabé, sea escogido, algún día, heredero a la corona de entre los tantos hijos del Rey y pueda gobernar la casa de Israel con justicia y con honor, por la magnificencia de nuestro Rey y la gloria de los pueblos de nuestro Dios Jehová. Así, mi sacrificio tendrá sentido. Para ello, confío en las intrigas de Betsabé, que sabrá poner a su hijo en confinamiento hasta que se dé la ocasión propicia para promoverlo; también en la voluntad de nuestro Rey David de mantenerse con vida y en usufructo del poder hasta que la vejez lo aniquile, por lo cual ha eliminado ya y eliminará a todos los que pretenden suplantarlo, sean estos sus hijos, sus siervos o sus enemigos.
Santa Biblia, 2 Samuel, cap. 12, vers. 24
24. Y consoló David a Betsabé su mujer, y llegándose a ella durmió con ella; ella dio a luz un hijo, y llamó su nombre Salomón, al cual amó Jehová”
Puerto Plata, Ateneo Insular, Febrero de 2005
Publicado en español en
El Ideal Interiorista, Teoría estética y creación literaria
Antología de Bruno Rosario Candelier
Ateneo Insular, Moca, República Dominicana, 2005
Publicado en italiano en Antología 2005
Narrativa —Poesia
1° premio Citta de Viareggio Il Molo
Prima edizione * Edizione Il Molo, 2005
Santa Biblia, 2 Samuel, cap. 11, vers .13, 14
13. Y David lo convidó (a Urías) a comer y a beber con él, hasta embriagarlo. Y él salió a la tarde a dormir en su cama con los siervos del señor; mas no descendió a su casa.
14. Venida la mañana, escribió David a Joab una carta, la cual envió por mano de Urías.
Yo, Urías heteo, soy un hombre de bien. Un soldado. Pertenezco al cuerpo de caballería del ejército de la casa de Israel. En ocasiones, he guiado una carroza, aunque este artefacto de guerra no es mi fuerte; me siento más cómodo encima del caballo. He engrosado las primeras filas de muchas batallas, dispuesto a morir por la magnificencia de nuestro rey David, la supremacía del Arca de la Alianza y la gloria de los pueblos de nuestro Dios Jehová. He salido ileso todas las veces que entré en combate, si se descartan las heridas de jabalina y de flecha que recibí, sin que me impidieran seguir adelante, y que fueron tratadas y sanaron en un tiempo prudente. Las llevo con orgullo. Siempre me defendí con denuedo; nunca me sorprendieron desprevenido. Mis compañeros de armas me consideran un hombre de suerte. Y, quizás, lo he sido… Hasta ahora.
En este momento, salgo del palacio de nuestro rey David en Jerusalén, después de una reunión con él, y llevo conmigo un mensaje del Rey al jefe militar Joab, al frente de las huestes que asedian a Rabá, la ciudad real de los amonitas. Como en otras ocasiones recientes en que nos hemos visto, en esta reunión el Rey me trató con tacto y tuvo conmigo muchas atenciones. Mientras tomábamos de un vino exquisito y comíamos frutas deliciosas de una enorme fuente delante de él, el Rey proclamó su admiración por los siervos que, como yo, han demostrado absoluta lealtad a su persona y al Dios Jehová. Considera el Rey que un ejército formado por hombres de ese tesón, difícilmente pierde una campaña. Le creo; estoy de acuerdo. Sólo que yo sé la razón que lo mueve a hacer este tipo de comentario que me favorece. Le respondí que, en el ejército, son muchos los siervos con mis virtudes que darían sus vidas por él y por el Dios Jehová; y añadí que sus siervos lo consideramos el más grande conquistador que hayamos tenido jamás, por propiciar la ocupación de territorios que producen enormes riquezas para los pueblos de Israel y de Judá, de manera que estos se sientan, realmente, los pueblos elegidos del Dios Jehová. El Rey sonrió conmovido: le gustan las lisonjas; es humano, como lo somos todos nosotros. Es, además, inhumano, como también lo somos todos.
Cuando, hace apenas unos días, nuestro rey David dio instrucciones al jefe militar Joab de enviarme a Jerusalén, yo conocía el motivo. Aquellos que permanecen en nuestras poblaciones no tienen idea de lo rápido que llegan al campo de guerra las noticias de lo que ocurre por allá y, más aún, cuando se trata de algún escándalo provocado por el Rey. Entre los oficiales y los soldados, la comidilla palaciega más reciente era la historia de la mujer que se bañaba en la azotea de su casa y que el Rey divisó desde una ventana alta de su mansión, la mandó a buscar y la poseyó. Hasta yo me reí cuando la oí contar, dispuesto a celebrar las aventuras del hombre mujeriego que es nuestro Rey. En un momento dado, me di cuenta que la historia de la mujer en la azotea tenía que ver conmigo. Nadie me trató la relación; noté, tan sólo, que, después de comentado el chisme por primera vez delante de mí, ninguno de los compañeros a mi alrededor estaba dispuesto a compartirlo conmigo de nuevo. Hablé con el oficial a cargo del correo, un viejo amigo de muchas lides: él había estado en Jerusalén últimamente y debía saber todos los detalles del caso. Le expuse mi inquietud. “¿Quién es la mujer? ”, le pregunté, sin más rodeos. El amigo me dio el nombre y me dijo más, me informó que la mujer estaba encinta del Rey. Me recomendó prudencia. Era Betsabé, mi consorte.
No es la primera vez que Betsabé me traiciona; pero, al menos, las otras veces lo hizo con sujetos que pude eliminar. Yo disimulaba una ofensa cualquiera con el individuo en cuestión para provocar un duelo que yo siempre ganaba, pues soy un adversario imbatible. Si esto no era conveniente, yo pagaba sicarios para que despacharan al individuo lejos de mi casa, de manera que no cayeran sospechas sobre mi familia, especialmente, sobre Betsabé. Así limpiaba mi honor.
Esta vez era inadmisible adoptar una de esas opciones, pues el Rey, para un soldado, es intocable. Además, nuestro Rey David está muy bien custodiado. De hecho, las veces que estuvimos juntos en su palacio había varios miembros de su escolta muy cerca de nosotros. Cualquier movimiento extraño que yo hiciera, me inmovilizaban.
Yo, Urías heteo, soy un hombre de bien. Un soldado. Admito que, para ser un regicida, hay que convertirse en un rebelde que desafíe la autoridad del Rey, y yo no lo soy. Siempre obedeceré las órdenes de guerra que se me den. Las órdenes de guerra, no las artimañas para engatusarme.
He pensado mucho en Betsabé. La considero una mujer de grandes recursos, fuera y dentro de la cama. Hay algo que la favorece enormemente: ella se mantiene siempre muy hermosa. Agrada volver del campo de guerra, donde lo que aparece para entretenerse son esclavas o prostitutas que, realmente, no dan gusto, y llegar a nuestra casa para encontrar a una mujer que se prepara tan sólo para dar placer y que produce sensaciones y reacciones carnales que sorprenden y deleitan. Creo comprender qué fue lo que la motivó a proceder como lo hizo. Pienso que Betsabé se aburría sin ningún hombre a quien atender. Averiguó que el Rey estaba en la ciudad, lo cual no es muy frecuente, y se propuso conquistarlo. Todos en Jerusalén saben que el Rey se asoma a contemplar lo que ocurre en las calles desde la ventana más alta de su palacio; Betsabé definió su objetivo contando con esto. Posiblemente, ella se bañó en la azotea de nuestra casa dos o tres veces al día, esperando que, en una de estas, el Rey la divisara. Estoy seguro que no eran simples baños, sino verdaderos despliegues de un cuerpo femenino al desnudo, en contorsiones de danzas eróticas, para deslumbrar al hombre más timorato. Fue una meta muy osada, que ella logró. Luego, para permanecer al lado del Rey, consiguió que este la fecundara. El Rey siempre ha sido consecuente con las mujeres que le dan hijos, aunque no a todos ellos los reconozca como tales. Para mantener las apariencias frente a los ancianos de las tribus, especialmente, ante el profeta Natán, había que simular que el hijo de Betsabé no procedía del Rey, y esta consideración me afectó de manera directa, pues, supuestamente, yo debía ser el padre, lo cual era imposible, pues, mientras Betsabé y el Rey se revolcaban, yo estaba en el campo de guerra. Ciertamente, Betsabé no pensó en mí en todo este asunto. Ella nunca piensa en mí cuando decide enredarse con otro hombre.
Había una manera sencilla de salir del embrollo. Yo sólo tenía que acostarme con Betsabé tan pronto llegara del campo de guerra, sorprenderme cuando ella me dijera, un mes después, que estaba embarazada, y dejar que ella y el Rey siguieran sus relaciones, sin estorbarlos; pero no pude hacerlo. No pude acatar el plan de un Rey desvergonzado que toma las esposas de sus soldados mientras estos despliegan las tiendas de la casa de Israel frente a sus enemigos y entran en combate, defendiendo el Arca de la Alianza y los pueblos del Dios Jehová. Un Rey así no merece respeto ni consideración como persona. Hice todo lo contrario a lo que él esperaba de mí. Me di ese gusto, aunque sea el último que me dé en la vida. Soy un marido engañado que rehúsa entenderse con el hombre que lo engaña; pero que, como soldado, obedecerá las órdenes militares del Rey.
El rey David trazó un plan muy sencillo contra mi honra. Me llamó a su lado; me hizo creer que yo era el portador de importantes noticias del campo de guerra; me preguntó por detalles sobre las defensas del enemigo en Rabá, la ciudad real; requirió mi opinión sobre cómo combatirlas; dio suma importancia a mis observaciones y redactó unas notas que supuestamente haría llegar a nuestro jefe militar Joab, relacionadas con lo que yo había recomendado. Luego me despachó. “Desciende a tu casa y lava tus pies”, me dijo. Al salir, recibí un presente de la mesa real. El Rey inflaba mi orgullo y llenaba mi bolsillo. Yo debía correr donde Betsabé y poseerla, pero yo estaba predispuesto. En vez de seguir el plan del Rey, dormí a la puerta de su palacio, en una de las camas asignadas a las tropas de la guarnición. Cuando el Rey lo supo, me llamó de nuevo y me preguntó la razón por la que no había descendido a mi casa. Le respondí muy sencillamente y creo que contundentemente. Dije: “El Arca e Israel y Judá están bajo tiendas, y mi señor Joab, y los siervos de mi señor, en el campo; ¿y había yo de entrar a mi casa para comer y beber, y a dormir con mi mujer? Por vida tuya, y por vida de tu alma, que no haré tal cosa”. Temí, por un momento, que el Rey se enfureciera con mi respuesta. No fue así. El Rey me miró con una sonrisa en los labios, llamó a un soldado de su escolta, le dio unas instrucciones al oído, entonces giró hacia mí y me ordenó permanecer en Jerusalén unos días más, para, luego, despacharme a Rabá, la ciudad real, con órdenes bélicas frescas para el jefe militar Joab. Su plan ahora era embriagarme, para enviarme borracho a mi casa, y, habiendo yo poseído o no a Betsabé, propagar que yo la había fecundado. Esta artimaña no funcionó. El Rey podía inducirme a tomar todo el vino que él quisiera, que yo estaba preparado para aguantarlo y ver caer a mi lado, uno por uno, a los que me acompañaban, incluyendo al propio Rey. En el ejército hacemos apuestas al que más cantidad tome de vino o de cualquier otro licor; los despliegues de borrachos no nos hacen mella. A mí, el exceso de copas me coge con pelear. Cada vez que uno de los miembros de la escolta del Rey, creyéndome totalmente embriagado, intentaba cargar conmigo y llevarme a la fuerza a mi casa, yo me resistía y lo frenaba. Consciente o embriagado, soy un combatiente invencible. Cuando terminó la escancia, me acosté de nuevo en una de las camas a la puerta del palacio.
Finalmente el Rey desistió de su plan, y aquí estoy, portador de un mensaje suyo al jefe militar Joab. He decidido abrirlo para comprobar si contiene lo que presumo. Al Rey no le queda más remedio que mandarme a matar; de otra manera, jamás podría hacer suya a Betsabé y convertirla en una de sus esposas, la única alternativa que tiene para disminuir el escándalo y seguir poseyéndola sin mayores inconvenientes.
Trato de calmarme. Leo.
Efectivamente. El mensaje instruye al jefe militar Joab a tomar una medida de guerra que significa mi eliminación física. Dispone iniciar el asedio final a Rabá, la ciudad real, y añade, muy escuetamente: “Poned a Urías al frente, en lo más recio de la batalla, y retiraos de él, para que sea herido y muera”. Del contenido de este mensaje, me consuela y me enorgullece, a la vez, que el Rey ponderó algunas de las recomendaciones que le hice y ordena al jefe militar Joab que las ejecute.
Con este mensaje, mi suerte está definida. Haré lo que tenga que hacer. Si he estado dispuesto, durante todos estos tiempos, a morir por nuestro Rey David, por la supremacía del Arca de la Alianza y por los pueblos de nuestro Dios Jehová, ahora es preciso que esté dispuesto a morir por mí mismo, por una causa absolutamente mía: por mi integridad y por mi honor.
Yo, Urías heteo, soy un hombre de bien. Un soldado. En el próximo avance sobre Rabá, la ciudad real, cumpliré con la orden de nuestro Rey David. Acepto la muerte en combate que propone. Es la que me corresponde. Penetraré a galope por entre las huestes amonitas y repartiré golpes y lanzazos hasta que mis brazos no puedan más. Avanzaré hasta el pie de las murallas, al alcance de las flechas enemigas y, entonces, sin titubeos, mostraré mi pecho desnudo para que una o más de estas flechas penetre en mi corazón. Sólo así dejaré de ser invencible. Caeré en batalla; pero nadie podrá enrostrarme que prevariqué ante el Rey, aceptando un plan que me haría miserable por el resto de mis días. Moriré con honor y dignidad y seré respetado por los siglos de los siglos como un hombre que fue engañado, mas que actuó dignamente.
Mi último deseo es que el hijo del rey David, nacido de Betsabé, sea escogido, algún día, heredero a la corona de entre los tantos hijos del Rey y pueda gobernar la casa de Israel con justicia y con honor, por la magnificencia de nuestro Rey y la gloria de los pueblos de nuestro Dios Jehová. Así, mi sacrificio tendrá sentido. Para ello, confío en las intrigas de Betsabé, que sabrá poner a su hijo en confinamiento hasta que se dé la ocasión propicia para promoverlo; también en la voluntad de nuestro Rey David de mantenerse con vida y en usufructo del poder hasta que la vejez lo aniquile, por lo cual ha eliminado ya y eliminará a todos los que pretenden suplantarlo, sean estos sus hijos, sus siervos o sus enemigos.
Santa Biblia, 2 Samuel, cap. 12, vers. 24
24. Y consoló David a Betsabé su mujer, y llegándose a ella durmió con ella; ella dio a luz un hijo, y llamó su nombre Salomón, al cual amó Jehová”
Puerto Plata, Ateneo Insular, Febrero de 2005
Publicado en español en
El Ideal Interiorista, Teoría estética y creación literaria
Antología de Bruno Rosario Candelier
Ateneo Insular, Moca, República Dominicana, 2005
Publicado en italiano en Antología 2005
Narrativa —Poesia
1° premio Citta de Viareggio Il Molo
Prima edizione * Edizione Il Molo, 2005
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