TRAS UN ASESINATO MÚLTIPLE,
EVIDENCIAS DE NUESTRAS POÉTICAS
Por Fernando Cabrera
El asesino de las lluvias , octava novela de Manuel Salvador Gautier, de calidad y aceptación validada por dos ediciones locales y una edición traducida al italiano , es una novela de tesis en cuanto sobre la acción argumentar procura plasmar los conceptos y aspiraciones formales (en fin, la preceptiva) del movimiento literario que el autor profesa, el Interiorismo. Ciertamente procura mantenerse fiel a las aristas semánticas: místicas, míticas y metafísicas que como canon estético sus teóricos proponen —principalmente Bruno Rosario Candelier—, en tanto derroteros indispensables para expresar con propiedad la actualidad. Notorios y afortunados son los recursos transtextuales utilizado por el novelista para sustanciar las historias que cuenta (verbigracia: referentes a autores e inclusiones, tipo collage, de textos teóricos y creativos) principalmente de poetas, que los cultores del Ateneo Insular han tomado como paradigmas, a saber: Reiner María Rielke, Paul Valery, Arthur Rimbaud, Vicente Huidobro y, con mención especial, el poeta chino Liu Yuxi, de la dinastía Wang, cuya poesía es referida como extraordinaria por su transparencia, sencillez y, al mismo tiempo, hondo significado.
Gautier, mediante recursos de flashback y flashfoward —esto es, narraciones desde un pasado inmerso en los avatares de la tiranía trujillista y proyecciones futuras llenas de chicas universitarias alegres, prostituidas, en fin de “chicas beepers”—, nos sitúa en la dinámica de un álgido presente progresivo que se desplaza entre dos planos existenciales contrapuestos: de civilización y barbarie; habilidad artesanal y conocimiento de la lengua ha demandado conciliar intereses expositivos tan diversos. Por un lado deja fluir lo biográfico, el reto de lo cotidiano condimentado por el morbo y la truculencia dramática machista tan del gusto popular; mientras, concomitantemente, apuesta, desde la narrativa, por encima de la simple exposición de hechos, a plantearnos una historiografía e incluso una poética. Regularmente para el novelista basta la historia y para el poeta resulta imprescindible un ideario; en esta obra, sin embargo, el autor con desparpajo procura de manera ambiciosa ambos propósitos, dilucidando en el corpus de la obra incluso la dificultad de asumir ambos roles: “Quisiera que esta fuera una historia de amor, del amor de un Poeta por la Poesía. En vez, es una historia de celos descontrolados, desdichas padecidas, afanes desbordados y ansiedades enclaustradas” (Pág. 63)
Desde el título del primer capítulo “Cómo ser la verdad y no existir” (el cual parafraseo para claridad: “cómo puede ser verdadero lo que no existe”) el autor nos enfrenta a una contradicción usualmente insalvable, toda vez que verdad y existencia constituyen un binario filosóficos irreductible, ya que una instancia implica necesariamente a la otra, cual nos hace olfatear axiomáticamente Descartes “Pienso, luego, existo” . Empero, el ámbito en el que la narración nos sumerge no es el de la filosofía; al contrario, lejos de toda lógica, Gautier nos obliga a participar de una experiencia totalmente desestructurada y misteriosa, onírica. Partiendo desde la ingenuidad infantil, de la fantasía de la primera idealización romántica, prontamente nos hace testigos del desengaño primigenio que, accidentalmente, impele al protagonista, Sergio Echenique, a otra iluminación más determinante y auténtica que el amor romántico: la revelación inequívoca de la vocación verdadera, la de ser poeta y, con ello, la vinculación temprana de la propia existencia con la misión definitiva de acceder a niveles de comprensión y expresión superiores de la realidad mundana, en función de otra realidad, la que los Interioristas denominan “trascendente”.
Así tenemos de entrada al imberbe, víctima de los ardides del travieso Cupido, encandilado por el polvillo de pomarrosa, mitológica flor de la inmortalidad , en trance de médium con una metafísica deidad que le exige consumar el ayuntamiento: “Disuélvete en mí, no tengas miedo: la vida soy yo y la muerte eres tú” (pág. 18). Hay en esta premisa de iniciación una referencia a la concepción clásica, ancestral, del poeta como un ser dotado de condiciones especiales para desentrañar los misterios de la vida y de la muerte, que nos remonta a los arúspices, a los profetas, en tanto que toda revelación, como la narrada en el primer capítulo, supone una relación de primer orden con un ente divino que en un elegido se confiesa o confía. La flor estimulante, el alucinógeno accidental que lleva al niño a la poesía, para la mente llana del vaquero de nombre Santico (que, verbigracia, lo ha privado del amor de Lili) contiene un veneno que lleva al infierno que, sin embargo, para el iluminado, deviene en la sangre contenida por el Santo Grial, en un portal privilegiado hacia lo eterno, capaz de convertir a cualquiera, en el sentir de Huidobro, en pequeño dios capaz de engendrar, con su estímulo: “otra realidad con las palabras y da sentido a lo absurdo de la vida y a lo inefable de la inmensidad cósmica” (Pág. 19). Obviamente, dado que desde el siglo pasado las vanguardias obligan a un nombre para los innovaciones (aun pírricas e imposibles), la revelación recibida por el protagonista en su infancia, también procura una denominación fundante: Mosmos, vocablo que a falta de otras pistas, obliga a la simple asociación parónima, haciéndonos apostar a que acaso sea una derivación de “cosmos”, lo que concuerda, por demás, con la aspiración holística, con la pluralidad (“multivocidad”, diría Candelier) que posteriormente el poeta-protagonista asocia con su revelación. Otra acepción posible, relacionada fonética y semánticamente, aunque un poco más lejana, es “magma”, por aquello de alimento —esta vez estético— caído del cielo .
En el segundo capítulo “Cómo matar un sentimiento y quedar contento”, toma cuerpo el asedio que la cotidianidad descarnada ejerce sobre un Sergio Echenique ya adulto. El autor no escatima esfuerzos en situar al personaje en su inadecuación familiar y social —tan común no obstante lo satírico, a la de nuestros poetas criollos reales—, al insistir, en medio de limitaciones materiales severas, tras la utopía económicamente improductiva de contemplar permanentemente “el mundo desde una visión poética” (Pág. 33). Escudado en su predestinación poética, como criollo aristócrata este personaje actúa cual si fuese merecedor incluso del sacrificio ajeno, cual confiesa: “Del mundo exterior solo logré compenetrarme con sus comodidades” (Pág. 33). El perfil de Echenique no puede ser más desbastador e incisivamente alegórico de nuestra fauna-florida literaria; encarna al escritor idealista acostillado: “Sé que muchos me consideran un caso perdido, un modelo de ‘vividor’ para imitar conveniencias./…/ La fortuna de mi tía Eutimia la administraba Claudia./…/ En definitiva, creo que mi tía Eutimia me escogió de administrador solo para ayudarme económicamente, evitando darme a entender que me mantenía” (Pág. 35); es el tunante a tiempo completo que, no obstante evitar el trabajo bienhechor, parasitando sobre el sudor de su mujer (obligada, por el rancio entorno patriarcal, a suplantarlo en su rol primario de proveedor del hogar), tiene el tupé de aventurarse: “ a dar unas vueltas ‘por ahí’ en busca de alguna aventura fácil con alguna mujer liviana (prostituta o sirvienta de la calle, cualquiera de las dos me da igual, con tal de satisfacer mi apetencia sexual” (Pág. 34). Es el intelectual mediocre capaz de prestarse a componendas, con tal de acceder al propio reconocimiento: “los premios ya estaban dados y los miembros del jurado solo tenían que firmar el acta de premiación” (Pág. 93). Esta afirmación última se hace en la novela en contexto de la tiranía, pero constituye rumor socorrido con vehemencia en la actualidad con relación a los galardones otorgados por el Estado, bajo el alegato que sobre la calidad literaria aún pesan circunstancias extraliterarias.
Estamos, pues, frente a un antihéroe, y la pregunta urge: ¿cómo un sujeto esencialmente vil puede ser percibido como el elegido, como el receptor de verdades nuevas y positivas para la sociedad, esta vez a través del género que precisamente sublimiza pensamientos y sentimientos humanos? Alguien ingenuamente defenderá que del carbón surge el diamante, sin embargo, afirmar esto ya en el plano de lo simbólico tiene sus dificultades, puesto que se trata de alimentar la espiritualidad desde la iniquidad parasitaria, en el caso de marras desde la inmoralidad libidinosa. Evidentemente el fin de la poesía ha de ser la belleza, en tanto arte, a través del el lenguaje; y esto no necesariamente implica verdad ni ética; de hecho, en muchas circunstancias la poesía afortunadamente luce amoral, en función de que sitúa los juegos del lenguaje, de las palabras, por encima incluso de sus significados primeros, en tanto los utiliza para inducir perspectivas inéditas. Pero en esta ocasión se trata de que Sergio Echenique es desleal incluso con su vocación revelada y su propósito de dedicarse oficiosamente al quehacer poético, hecho constatable en su pírrica producción de apenas un poemario, mediocre por demás, en cerca de setenta años de vida.
La cacofonía evidente entre el predicador y su mensaje impregnado de “la verdad suprema de la Poesía”, la resuelve el narrador con la creación de un alter ego mitificado, un personaje diametralmente opuesto al protagonista ruin: Vinicio Acosta, también poeta: “No era su otro yo [yo pienso que sí], más bien su antítesis, pero tenía las actitudes que él debía desarrollar: la pureza en sus sentimientos, la convicción en su propia valía, la seguridad y el arrastre en sus convicciones” (Pág. 115). El conflicto entre el personaje principal y su otredad, su complemento, es evidente desde el principio; empezando por el apelativo despectivo con que Sergio Echenique insistentemente lo refiere: “El negro”, procurando descalificarlo, desde su propia insignificancia y resentimiento, a partir de los antivalores de racismo otrora socialmente arraigados. Este nombrar accidentado, sin embargo, deriva después en una sinonimia para nada peyorativa: “Moreno”, en tanto, luce mecanismo transtextual para fijar adhesiones a un poeta altamente valorado por todos: Moreno Jimenes, o mejor: Domingo Moreno Jimenes, padre del Postumismo ; lo dicho encuentra eco en la evaluación dual que Echenique hace de la obra de Acosta: “Sus versos son axiomas, tienen las características de un post postumismo, antes de que hubiese postumismo. En definitiva es una poesía imposible.” (Pág. 101) Evidentemente, Echenique está proyectando en su otro aquello en lo que él íntimamente cree, ya que los preceptos de sus formulación “mósmica” recuperan en gran medida el legado postumista en tanto corriente estética de hondura de pensamiento sustentada sobre la llaneza expresiva, como la celebrada en el referido poeta chino: “Yo soy el poeta que usted quiere ser” (Ibíd.), le dice Acosta “el negro” a Echenique, el pervertido.
Concomitantemente a la definición del plano simbólico, el de la poética, en este segundo capítulo afloran las circunstancias que dan sentido y continuidad al plano de la historia ordinaria. Aparecen en el entorno doméstico dos personajes jóvenes, vitales, agrestes, que alcanzarán axial importancia para el desenlace argumental trágico: Roque y Silvina, ambos responsables de los quehaceres del hogar y catalizadores, como veremos, de las pasiones prohibidas de los esposos que degeneran a la postre en violencia doméstica extrema. De los dos, Silvina, cibaeña con todos los encantos imaginable (personaje salvado de una depuración de la tetralogía de novelas heroicas), tendrá mayor peso especifico, puesto que también ha de entrar con igual determinación en el plano especulativo, creativo, del protagonista; Con Silvina, al igual que antes con Lili, el protagonista nuevamente confunde el llamado de Eros con la iluminación poética. En la postrimería de su vida, agotado sobre la propia nulidad escritural, sobre su obstrucción para concebir el poema a la altura de su propia aspiración teórica, Echenique se obstina erróneamente en buscar en lo epidérmico, en el ardor de la carne joven, el detonante, el “viagra” para que su inspiración derramada en lluvias emocionales finalmente fertilice las páginas en blanco con versos “mósmicos”, cual se percibe en su conmovedora confesión: “Un ser despreciable; un poeta mediocre; un miserable que idealiza una mujer (una jovencita, más bien) para inspirarse y solo siente deseo de poseerla sexualmente” (Pág. 75). En el devenir argumental poca inspiración aporta la musa que no desemboque en los avatares tragicómicos del romance, en la ensoñación egoísta de quien, como Echenique, vive despreocupado del mundo. En definitiva, lo que se aprecia en el poeta envejecido (o mejor, en el viejo verde, en el intelectual “viejebo”) es la preeminencia del placer inmaterial sobre lo estético contemplativo. Con Silvina el estro de Echenique continua retraído, relegado por el simple deleite instintivo, primario, animal, del orgasmo posible. En algo Silvina ciertamente encarna la Poesía, ambas comparten dotes de putas: una, beldad libidinosa; y la otra, en tanto verdad estética, pertenencia de todos.
Un recurso narrativo interesante, que complementa el engranaje de planos de la novela, es la referencia que, desde el futuro, un amigo poeta, Apolinar, hace a terceras personas interesadas en conocer los detalles del devenir trágico de Sergio Echenique. Estos breves diálogos permiten ahondar en retrospectiva, desde la lejanía, aspectos atinentes a la socialización de las ideas del poeta fracasado, y en ellas las de tantas poéticas malogradas de nuestra realidad que ya ni siquiera la historia literaria recoge: “…Sergio Echenique no está. ¿Por qué no se acepta su teoría y no se conoce su poesía? ¿Qué pasó con el poeta Sergio Echenique que a nadie le interesa, realmente?/ —Usted conoce el ritual indígena por medio del cual el victimario se nutre de las cualidades de sus víctima?” (Pág. 80). Las afirmaciones que en estas conversaciones entre desconocidos y el amigo del escritor, resultan de claridad meridiana aplicable sin apuros al canibalismo que en la realidad de la poesía dominicana acontece; aparecen verdades como templo explicativas de los síndromes de Sísifo y de Penélope propios de la dinámica artera existente entre nuestros poetas, que impide incluso la consolidación internacional de la que es, sin dudas, una de las principales vetas poéticas de Hispanoamérica: “Sergio siempre tendía a disminuir la obra de los demás, considerándose el mejor, el teórico supremo, el creador de una nueva visión universal del hombre. Si los poemas no seguían el planteamiento que decía, no servían. Había que ser ‘mósmico’ o nada. Es un problema que tenemos la mayoría de los intelectuales. Nos convencemos de que nuestras creaciones son superiores a la de los otros y nos empecinamos en que lo reconozcan así” (Pág. 102)
En igual tesitura, resulta paradigmática —en tanto ejemplifica a la perfección las tensiones por las pasiones encontradas que se gestan regularmente en las tertulias entre poetas dominicanos—, la critica visceral y desmesurada que hace Sergio Echenique, nuestro mediocre poeta, a una lectura que hace Franklin Mieses Burgos, voz esencial de nuestra poesía, de su extraordinario poema “Monólogo del hombre interior”, del cual por no ser “mósmico” con atrevimiento necio dice: “En este poema no se ha creado nada /…/ tan solo se han organizado nuevas relaciones entre los elementos ya establecidos. Más, ¿son realmente nuevas? ¿Qué tiene de nuevo proponer que la deidad nos da la espalda?” (Pág. 106). El poeta de ficción, igual que los de carne y huesos, concibe como original y valiosa solo su propia propuesta de “acoplamiento imperecedero de la psique del hombre con el universo y su misterio”, esto es, su concepción “mósmica” . Lo cierto es que ni el “mosmos” ni otra tendencia o escuela criolla actual, real o fictiva, puede objetivamente hacer alarde de primogenituras o exclusividades —por demás innecesarias, cuando lo que importa es el poema— dado los vínculos evidentes e inevitables de sus conceptos fundacionales con expresiones universales o iniciadas en otras latitudes.
Las tensiones acumuladas en el capítulo II (tanto por los aprestos sexuales, como por los fracasos del protagonista en su intento de acceder al parnaso de los consagrados) alcanzan desenlace en el capítulo III titulado “Como ser el que se quiere ser”, pero no de forma lineal. La catarsis en el plano vivencial primario no resulta de la satisfacción por la posesión del objeto del deseo, sino por su destrucción; tampoco, en el plano simbólico, es el deleite resultante de la consagración al del pensamiento iluminado, sino la desazón existencial por la pérdida paulatina de la fe. Tras la a tragedia absurda que la irresponsable conducta de vida de Echenique provoca —el doble asesinato por celo obsesivo de Claudia (confundida con Silvina) y su amante, el jardinero Roque—, el decir de la pitonisa onírica alcance significado lapidario: “la vida soy yo y la muerte eres tú”. Silvina, como creyó el malogrado poeta, ciertamente le devuelve la “inspiración”, mas no en el contexto apetecido; su obsesión por ella le hizo abrir la caja de Pandora y lo condujo a un callejón cuya única salida honrosa fue un desahogo operático, en palabras de trascendencia oportunamente “mósmica”. Impelido por la desgracia, con el mar por horizonte (cual ya lo pautaron, entre muchos, Alfonsina Storni y Nelson Minaya) su atrofiada vocación creadora se alentó en la proximidad de la Nada, en el ayuntamiento postrero del ego y su alter ego en el Ser verdadero. En el clímax narrativo el poeta mediocre al fin se catapulta integrando su teoría con su escritura creativa al legar un “inspirado” poema de divulgación póstuma: “Yo soy el asesino de las lluvias/ el único desprendimiento de si mismo/ que desafío la verdad/ y la esperanza/ el único que sobrevive/ y que muere/ por sí solo” (Pág. 140).
Reitero, Gautier en “Asesinato de la Lluvias” permanece leal a su vinculación interiorista, toda vez que en esta obra importan tanto los aspectos biográficos y los hechos concretos como —y esto con preeminencia— preocupaciones míticas, místicas y metafísicas que recuperan los preceptos del movimiento referido. No obstante, sobre su peculiaridad interiorista, el autor procura ofrecer un equilibrado recuento de las generaciones poéticas dominicanas, abarcando desde las peñas literarias que emergen en los albores de la tiranía trujillista hasta los convites poéticos finiseculares escenificados en la informalidad aromática de la Cafetera de la Calle del Conde. En este sentido, el autor con fino tacto propone, primero, un personaje arquetípico del poeta criollo; y segundo, con pericia de primera mano (tanto por experiencia personal como por vidas tomadas prestadas a contertulios), hilvana las peripecias del personaje en tanto socializa sus teorías y obra. En este sentido, las “lluvias” que inicialmente, como experiencia interior, simbolizan a la Poesía —“Confío en tu sentido de la existencia! ¡Me disolveré en ti como niebla que alcanza las nubes para regresar hecha lluvia, la lluvia de la inspiración, la lluvia de las palabras iluminadas que se esconden en las obscuridades de mi subconsciente!” (Pág. 65)— también parecen aludir (cuando el personaje se afana en divulgar sus ideas) a la plaga de manifiestos, promociones y tendencias literarias que en su fruición superan, en nuestro entorno, el fervor reproductivo de la verdolaga —De hecho, superan la decena los movimientos de los que se guarda algún registro, a saber: Vedrinismo, Postumismo, Poesía Sorprendida, Generaciones del 48, 60 y Postguerra, Pluralismo, De la Crisis, Generación Ochenta, Contextualismo, Metapoesía y, por supuesto, Interiorismo—. Ciertamente, a través de la “Mosmos”, inevitablemente devienen inferencias acerca de las poéticas imposibles, teorías sin poemas y, lo peor, poemas sin poesía, que como “lluvias” anegan nuestra actualidad literaria (y quizás por esta manifestación estéril, el deseo del Gautier de asesinarlas a través de Echenique). Pero al mismo tiempo, paradójicamente, como consecuencia de esta diversidad y riqueza manifiestas, aparecen poetas y obras con hallazgos extraordinarios, a nivel de lo mejor de la Lengua. Evidencia feliz de lo dicho —que desdice todo instinto criminal o suicida, aún figurado— es esta importante novela que testimonia el hecho de que incluso nuestros narradores privilegian a la Poesía.
Gautier, mediante recursos de flashback y flashfoward —esto es, narraciones desde un pasado inmerso en los avatares de la tiranía trujillista y proyecciones futuras llenas de chicas universitarias alegres, prostituidas, en fin de “chicas beepers”—, nos sitúa en la dinámica de un álgido presente progresivo que se desplaza entre dos planos existenciales contrapuestos: de civilización y barbarie; habilidad artesanal y conocimiento de la lengua ha demandado conciliar intereses expositivos tan diversos. Por un lado deja fluir lo biográfico, el reto de lo cotidiano condimentado por el morbo y la truculencia dramática machista tan del gusto popular; mientras, concomitantemente, apuesta, desde la narrativa, por encima de la simple exposición de hechos, a plantearnos una historiografía e incluso una poética. Regularmente para el novelista basta la historia y para el poeta resulta imprescindible un ideario; en esta obra, sin embargo, el autor con desparpajo procura de manera ambiciosa ambos propósitos, dilucidando en el corpus de la obra incluso la dificultad de asumir ambos roles: “Quisiera que esta fuera una historia de amor, del amor de un Poeta por la Poesía. En vez, es una historia de celos descontrolados, desdichas padecidas, afanes desbordados y ansiedades enclaustradas” (Pág. 63)
Desde el título del primer capítulo “Cómo ser la verdad y no existir” (el cual parafraseo para claridad: “cómo puede ser verdadero lo que no existe”) el autor nos enfrenta a una contradicción usualmente insalvable, toda vez que verdad y existencia constituyen un binario filosóficos irreductible, ya que una instancia implica necesariamente a la otra, cual nos hace olfatear axiomáticamente Descartes “Pienso, luego, existo” . Empero, el ámbito en el que la narración nos sumerge no es el de la filosofía; al contrario, lejos de toda lógica, Gautier nos obliga a participar de una experiencia totalmente desestructurada y misteriosa, onírica. Partiendo desde la ingenuidad infantil, de la fantasía de la primera idealización romántica, prontamente nos hace testigos del desengaño primigenio que, accidentalmente, impele al protagonista, Sergio Echenique, a otra iluminación más determinante y auténtica que el amor romántico: la revelación inequívoca de la vocación verdadera, la de ser poeta y, con ello, la vinculación temprana de la propia existencia con la misión definitiva de acceder a niveles de comprensión y expresión superiores de la realidad mundana, en función de otra realidad, la que los Interioristas denominan “trascendente”.
Así tenemos de entrada al imberbe, víctima de los ardides del travieso Cupido, encandilado por el polvillo de pomarrosa, mitológica flor de la inmortalidad , en trance de médium con una metafísica deidad que le exige consumar el ayuntamiento: “Disuélvete en mí, no tengas miedo: la vida soy yo y la muerte eres tú” (pág. 18). Hay en esta premisa de iniciación una referencia a la concepción clásica, ancestral, del poeta como un ser dotado de condiciones especiales para desentrañar los misterios de la vida y de la muerte, que nos remonta a los arúspices, a los profetas, en tanto que toda revelación, como la narrada en el primer capítulo, supone una relación de primer orden con un ente divino que en un elegido se confiesa o confía. La flor estimulante, el alucinógeno accidental que lleva al niño a la poesía, para la mente llana del vaquero de nombre Santico (que, verbigracia, lo ha privado del amor de Lili) contiene un veneno que lleva al infierno que, sin embargo, para el iluminado, deviene en la sangre contenida por el Santo Grial, en un portal privilegiado hacia lo eterno, capaz de convertir a cualquiera, en el sentir de Huidobro, en pequeño dios capaz de engendrar, con su estímulo: “otra realidad con las palabras y da sentido a lo absurdo de la vida y a lo inefable de la inmensidad cósmica” (Pág. 19). Obviamente, dado que desde el siglo pasado las vanguardias obligan a un nombre para los innovaciones (aun pírricas e imposibles), la revelación recibida por el protagonista en su infancia, también procura una denominación fundante: Mosmos, vocablo que a falta de otras pistas, obliga a la simple asociación parónima, haciéndonos apostar a que acaso sea una derivación de “cosmos”, lo que concuerda, por demás, con la aspiración holística, con la pluralidad (“multivocidad”, diría Candelier) que posteriormente el poeta-protagonista asocia con su revelación. Otra acepción posible, relacionada fonética y semánticamente, aunque un poco más lejana, es “magma”, por aquello de alimento —esta vez estético— caído del cielo .
En el segundo capítulo “Cómo matar un sentimiento y quedar contento”, toma cuerpo el asedio que la cotidianidad descarnada ejerce sobre un Sergio Echenique ya adulto. El autor no escatima esfuerzos en situar al personaje en su inadecuación familiar y social —tan común no obstante lo satírico, a la de nuestros poetas criollos reales—, al insistir, en medio de limitaciones materiales severas, tras la utopía económicamente improductiva de contemplar permanentemente “el mundo desde una visión poética” (Pág. 33). Escudado en su predestinación poética, como criollo aristócrata este personaje actúa cual si fuese merecedor incluso del sacrificio ajeno, cual confiesa: “Del mundo exterior solo logré compenetrarme con sus comodidades” (Pág. 33). El perfil de Echenique no puede ser más desbastador e incisivamente alegórico de nuestra fauna-florida literaria; encarna al escritor idealista acostillado: “Sé que muchos me consideran un caso perdido, un modelo de ‘vividor’ para imitar conveniencias./…/ La fortuna de mi tía Eutimia la administraba Claudia./…/ En definitiva, creo que mi tía Eutimia me escogió de administrador solo para ayudarme económicamente, evitando darme a entender que me mantenía” (Pág. 35); es el tunante a tiempo completo que, no obstante evitar el trabajo bienhechor, parasitando sobre el sudor de su mujer (obligada, por el rancio entorno patriarcal, a suplantarlo en su rol primario de proveedor del hogar), tiene el tupé de aventurarse: “ a dar unas vueltas ‘por ahí’ en busca de alguna aventura fácil con alguna mujer liviana (prostituta o sirvienta de la calle, cualquiera de las dos me da igual, con tal de satisfacer mi apetencia sexual” (Pág. 34). Es el intelectual mediocre capaz de prestarse a componendas, con tal de acceder al propio reconocimiento: “los premios ya estaban dados y los miembros del jurado solo tenían que firmar el acta de premiación” (Pág. 93). Esta afirmación última se hace en la novela en contexto de la tiranía, pero constituye rumor socorrido con vehemencia en la actualidad con relación a los galardones otorgados por el Estado, bajo el alegato que sobre la calidad literaria aún pesan circunstancias extraliterarias.
Estamos, pues, frente a un antihéroe, y la pregunta urge: ¿cómo un sujeto esencialmente vil puede ser percibido como el elegido, como el receptor de verdades nuevas y positivas para la sociedad, esta vez a través del género que precisamente sublimiza pensamientos y sentimientos humanos? Alguien ingenuamente defenderá que del carbón surge el diamante, sin embargo, afirmar esto ya en el plano de lo simbólico tiene sus dificultades, puesto que se trata de alimentar la espiritualidad desde la iniquidad parasitaria, en el caso de marras desde la inmoralidad libidinosa. Evidentemente el fin de la poesía ha de ser la belleza, en tanto arte, a través del el lenguaje; y esto no necesariamente implica verdad ni ética; de hecho, en muchas circunstancias la poesía afortunadamente luce amoral, en función de que sitúa los juegos del lenguaje, de las palabras, por encima incluso de sus significados primeros, en tanto los utiliza para inducir perspectivas inéditas. Pero en esta ocasión se trata de que Sergio Echenique es desleal incluso con su vocación revelada y su propósito de dedicarse oficiosamente al quehacer poético, hecho constatable en su pírrica producción de apenas un poemario, mediocre por demás, en cerca de setenta años de vida.
La cacofonía evidente entre el predicador y su mensaje impregnado de “la verdad suprema de la Poesía”, la resuelve el narrador con la creación de un alter ego mitificado, un personaje diametralmente opuesto al protagonista ruin: Vinicio Acosta, también poeta: “No era su otro yo [yo pienso que sí], más bien su antítesis, pero tenía las actitudes que él debía desarrollar: la pureza en sus sentimientos, la convicción en su propia valía, la seguridad y el arrastre en sus convicciones” (Pág. 115). El conflicto entre el personaje principal y su otredad, su complemento, es evidente desde el principio; empezando por el apelativo despectivo con que Sergio Echenique insistentemente lo refiere: “El negro”, procurando descalificarlo, desde su propia insignificancia y resentimiento, a partir de los antivalores de racismo otrora socialmente arraigados. Este nombrar accidentado, sin embargo, deriva después en una sinonimia para nada peyorativa: “Moreno”, en tanto, luce mecanismo transtextual para fijar adhesiones a un poeta altamente valorado por todos: Moreno Jimenes, o mejor: Domingo Moreno Jimenes, padre del Postumismo ; lo dicho encuentra eco en la evaluación dual que Echenique hace de la obra de Acosta: “Sus versos son axiomas, tienen las características de un post postumismo, antes de que hubiese postumismo. En definitiva es una poesía imposible.” (Pág. 101) Evidentemente, Echenique está proyectando en su otro aquello en lo que él íntimamente cree, ya que los preceptos de sus formulación “mósmica” recuperan en gran medida el legado postumista en tanto corriente estética de hondura de pensamiento sustentada sobre la llaneza expresiva, como la celebrada en el referido poeta chino: “Yo soy el poeta que usted quiere ser” (Ibíd.), le dice Acosta “el negro” a Echenique, el pervertido.
Concomitantemente a la definición del plano simbólico, el de la poética, en este segundo capítulo afloran las circunstancias que dan sentido y continuidad al plano de la historia ordinaria. Aparecen en el entorno doméstico dos personajes jóvenes, vitales, agrestes, que alcanzarán axial importancia para el desenlace argumental trágico: Roque y Silvina, ambos responsables de los quehaceres del hogar y catalizadores, como veremos, de las pasiones prohibidas de los esposos que degeneran a la postre en violencia doméstica extrema. De los dos, Silvina, cibaeña con todos los encantos imaginable (personaje salvado de una depuración de la tetralogía de novelas heroicas), tendrá mayor peso especifico, puesto que también ha de entrar con igual determinación en el plano especulativo, creativo, del protagonista; Con Silvina, al igual que antes con Lili, el protagonista nuevamente confunde el llamado de Eros con la iluminación poética. En la postrimería de su vida, agotado sobre la propia nulidad escritural, sobre su obstrucción para concebir el poema a la altura de su propia aspiración teórica, Echenique se obstina erróneamente en buscar en lo epidérmico, en el ardor de la carne joven, el detonante, el “viagra” para que su inspiración derramada en lluvias emocionales finalmente fertilice las páginas en blanco con versos “mósmicos”, cual se percibe en su conmovedora confesión: “Un ser despreciable; un poeta mediocre; un miserable que idealiza una mujer (una jovencita, más bien) para inspirarse y solo siente deseo de poseerla sexualmente” (Pág. 75). En el devenir argumental poca inspiración aporta la musa que no desemboque en los avatares tragicómicos del romance, en la ensoñación egoísta de quien, como Echenique, vive despreocupado del mundo. En definitiva, lo que se aprecia en el poeta envejecido (o mejor, en el viejo verde, en el intelectual “viejebo”) es la preeminencia del placer inmaterial sobre lo estético contemplativo. Con Silvina el estro de Echenique continua retraído, relegado por el simple deleite instintivo, primario, animal, del orgasmo posible. En algo Silvina ciertamente encarna la Poesía, ambas comparten dotes de putas: una, beldad libidinosa; y la otra, en tanto verdad estética, pertenencia de todos.
Un recurso narrativo interesante, que complementa el engranaje de planos de la novela, es la referencia que, desde el futuro, un amigo poeta, Apolinar, hace a terceras personas interesadas en conocer los detalles del devenir trágico de Sergio Echenique. Estos breves diálogos permiten ahondar en retrospectiva, desde la lejanía, aspectos atinentes a la socialización de las ideas del poeta fracasado, y en ellas las de tantas poéticas malogradas de nuestra realidad que ya ni siquiera la historia literaria recoge: “…Sergio Echenique no está. ¿Por qué no se acepta su teoría y no se conoce su poesía? ¿Qué pasó con el poeta Sergio Echenique que a nadie le interesa, realmente?/ —Usted conoce el ritual indígena por medio del cual el victimario se nutre de las cualidades de sus víctima?” (Pág. 80). Las afirmaciones que en estas conversaciones entre desconocidos y el amigo del escritor, resultan de claridad meridiana aplicable sin apuros al canibalismo que en la realidad de la poesía dominicana acontece; aparecen verdades como templo explicativas de los síndromes de Sísifo y de Penélope propios de la dinámica artera existente entre nuestros poetas, que impide incluso la consolidación internacional de la que es, sin dudas, una de las principales vetas poéticas de Hispanoamérica: “Sergio siempre tendía a disminuir la obra de los demás, considerándose el mejor, el teórico supremo, el creador de una nueva visión universal del hombre. Si los poemas no seguían el planteamiento que decía, no servían. Había que ser ‘mósmico’ o nada. Es un problema que tenemos la mayoría de los intelectuales. Nos convencemos de que nuestras creaciones son superiores a la de los otros y nos empecinamos en que lo reconozcan así” (Pág. 102)
En igual tesitura, resulta paradigmática —en tanto ejemplifica a la perfección las tensiones por las pasiones encontradas que se gestan regularmente en las tertulias entre poetas dominicanos—, la critica visceral y desmesurada que hace Sergio Echenique, nuestro mediocre poeta, a una lectura que hace Franklin Mieses Burgos, voz esencial de nuestra poesía, de su extraordinario poema “Monólogo del hombre interior”, del cual por no ser “mósmico” con atrevimiento necio dice: “En este poema no se ha creado nada /…/ tan solo se han organizado nuevas relaciones entre los elementos ya establecidos. Más, ¿son realmente nuevas? ¿Qué tiene de nuevo proponer que la deidad nos da la espalda?” (Pág. 106). El poeta de ficción, igual que los de carne y huesos, concibe como original y valiosa solo su propia propuesta de “acoplamiento imperecedero de la psique del hombre con el universo y su misterio”, esto es, su concepción “mósmica” . Lo cierto es que ni el “mosmos” ni otra tendencia o escuela criolla actual, real o fictiva, puede objetivamente hacer alarde de primogenituras o exclusividades —por demás innecesarias, cuando lo que importa es el poema— dado los vínculos evidentes e inevitables de sus conceptos fundacionales con expresiones universales o iniciadas en otras latitudes.
Las tensiones acumuladas en el capítulo II (tanto por los aprestos sexuales, como por los fracasos del protagonista en su intento de acceder al parnaso de los consagrados) alcanzan desenlace en el capítulo III titulado “Como ser el que se quiere ser”, pero no de forma lineal. La catarsis en el plano vivencial primario no resulta de la satisfacción por la posesión del objeto del deseo, sino por su destrucción; tampoco, en el plano simbólico, es el deleite resultante de la consagración al del pensamiento iluminado, sino la desazón existencial por la pérdida paulatina de la fe. Tras la a tragedia absurda que la irresponsable conducta de vida de Echenique provoca —el doble asesinato por celo obsesivo de Claudia (confundida con Silvina) y su amante, el jardinero Roque—, el decir de la pitonisa onírica alcance significado lapidario: “la vida soy yo y la muerte eres tú”. Silvina, como creyó el malogrado poeta, ciertamente le devuelve la “inspiración”, mas no en el contexto apetecido; su obsesión por ella le hizo abrir la caja de Pandora y lo condujo a un callejón cuya única salida honrosa fue un desahogo operático, en palabras de trascendencia oportunamente “mósmica”. Impelido por la desgracia, con el mar por horizonte (cual ya lo pautaron, entre muchos, Alfonsina Storni y Nelson Minaya) su atrofiada vocación creadora se alentó en la proximidad de la Nada, en el ayuntamiento postrero del ego y su alter ego en el Ser verdadero. En el clímax narrativo el poeta mediocre al fin se catapulta integrando su teoría con su escritura creativa al legar un “inspirado” poema de divulgación póstuma: “Yo soy el asesino de las lluvias/ el único desprendimiento de si mismo/ que desafío la verdad/ y la esperanza/ el único que sobrevive/ y que muere/ por sí solo” (Pág. 140).
Reitero, Gautier en “Asesinato de la Lluvias” permanece leal a su vinculación interiorista, toda vez que en esta obra importan tanto los aspectos biográficos y los hechos concretos como —y esto con preeminencia— preocupaciones míticas, místicas y metafísicas que recuperan los preceptos del movimiento referido. No obstante, sobre su peculiaridad interiorista, el autor procura ofrecer un equilibrado recuento de las generaciones poéticas dominicanas, abarcando desde las peñas literarias que emergen en los albores de la tiranía trujillista hasta los convites poéticos finiseculares escenificados en la informalidad aromática de la Cafetera de la Calle del Conde. En este sentido, el autor con fino tacto propone, primero, un personaje arquetípico del poeta criollo; y segundo, con pericia de primera mano (tanto por experiencia personal como por vidas tomadas prestadas a contertulios), hilvana las peripecias del personaje en tanto socializa sus teorías y obra. En este sentido, las “lluvias” que inicialmente, como experiencia interior, simbolizan a la Poesía —“Confío en tu sentido de la existencia! ¡Me disolveré en ti como niebla que alcanza las nubes para regresar hecha lluvia, la lluvia de la inspiración, la lluvia de las palabras iluminadas que se esconden en las obscuridades de mi subconsciente!” (Pág. 65)— también parecen aludir (cuando el personaje se afana en divulgar sus ideas) a la plaga de manifiestos, promociones y tendencias literarias que en su fruición superan, en nuestro entorno, el fervor reproductivo de la verdolaga —De hecho, superan la decena los movimientos de los que se guarda algún registro, a saber: Vedrinismo, Postumismo, Poesía Sorprendida, Generaciones del 48, 60 y Postguerra, Pluralismo, De la Crisis, Generación Ochenta, Contextualismo, Metapoesía y, por supuesto, Interiorismo—. Ciertamente, a través de la “Mosmos”, inevitablemente devienen inferencias acerca de las poéticas imposibles, teorías sin poemas y, lo peor, poemas sin poesía, que como “lluvias” anegan nuestra actualidad literaria (y quizás por esta manifestación estéril, el deseo del Gautier de asesinarlas a través de Echenique). Pero al mismo tiempo, paradójicamente, como consecuencia de esta diversidad y riqueza manifiestas, aparecen poetas y obras con hallazgos extraordinarios, a nivel de lo mejor de la Lengua. Evidencia feliz de lo dicho —que desdice todo instinto criminal o suicida, aún figurado— es esta importante novela que testimonia el hecho de que incluso nuestros narradores privilegian a la Poesía.
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