Sunday, February 14, 2010

Un romo sancochao


(Chiqui Mendoza: Parejas)

Por Manuel Salvador Gautier

A Erwin Cott


La vida está llena de misterios, como dice el locutor de la radio con su voz melódica y profunda, acompañado por los solemnes compases del “Largo” de Mendelssohn.
Pude comprobarlo de la manera más increíble.
En la clínica, tengo varios pacientes —mansos y cimarrones, blancos y negros—, pero llega un momento en que los veo a todos iguales. Me cansan; me canso. Por eso, inventé pasar los domingos en reposo, tomando ron en un campito que compré a veinte minutos de la Capital donde hay muchos árboles y pasa un río. Ahí me sentaba en medio del agua y dejaba transcurrir la vida. Xilia, mi mujer, se ocupaba de proveerme de tragos y de preparar el sancocho en la casita que está a cierta distancia de la poza. Ella sabía. No había niños ni emergencias ni nada. Sólo yo, los tragos, el agua, el sancocho y Xilia. Ordenado de esa manera, era el paraíso.
El misterio empezó el día en que se me ocurrió invitar a Tito. Tú lo conoces, el hombre más serio del mundo. Es mi hermano de padre y madre, nos criamos juntos, dormimos por años en la misma habitación y todo lo que quieras, pero, ¡compadre!, asfixia a la gente con su sensibilidad. Desde pequeño fue así. Por supuesto, a él fue que le salió el abuelito Payeyo la madrugada en que murió y a él fue que tía Aminta llamó, una noche oscura, para que invocara a las doce en punto el espíritu de tío Miguelito, su marido. Bueno. Esas son historias pasadas. Mélida, la mujer de Tito, se juntó con Xilia y comentó que su marido vivía angustiado, no dormía bien, en fin. Xilia me lo contó a mí, y la próxima vez que vi a mi hermano lo abracé, me aseguré rápidamente de que no tenía ninguna enfermedad visible, noté su "amargue" y lo invité.
—Tito, mira, la mejor manera de joder las preocupaciones es metiéndote un "romo sancochao". El domingo te espero en el campito. No dejes de ir.
Fue una combinación. Xilia llamó a Mélida para asegurarse de que Tito fuera y Mélida se ocupó de llevarlo.
Nos metimos en la poza. Xilia nos puso unos tragos en la mano y santo remedio. Al tercero Tito estaba cantando una canción de cuando enamoró a Mélida. Al quinto comenzó a dar brincos río arriba y abajo. Al fin, salió a relucir su problema. No era tan serio. Tenía una deuda con un banco y le correspondía hacer un pago, pero no le alcanzaba el dinero y se vería obligado a hipotecar la casa. La solución era cobrar lo que le debían a él, pero no lograba que le pagaran.
—Tito, habérmelo dicho antes. Tengo un paciente que te va a resolver eso.
Efectivamente, hablé con mi paciente, uno de los gerentes del banco, y el asunto se resolvió a conveniencia de todos.
El domingo siguiente Tito se presentó en el campito a darme las gracias. Fuimos a la poza y nos pusimos a hablar. Ya llevábamos varios tragos cuando surgió el tema de los espíritus.
—Tato, ¿qué pensaste la noche que mamá me sacó de la cama para llevarme donde tía Aminta?
En realidad no pensé nada. Después que mamá me mandó a dormir, hice exactamente lo que me pidió; pero Tito no quería oír eso. Para él, aquello había sido una experiencia traumática.
—Me desvelé. ¿No te conté? —dije. Y entramos en los misterios de la transmutación de los muertos, los zombies y demás condiciones de los muertos-vivos, que son fenómenos imposibles de comprobar, pero que, querámoslo o no, nos persiguen en el subconsciente. Finalmente, enfoqué el tema de la parapsicología, que me fascinaba, y terminé, no sé cómo, con el cuento de la ciguapa. Bueno. El ron le hace a uno eso y más.
Mientras yo pontificaba sentado sobre una piedra cubierta con jeroglíficos indígenas, mi hermano, sumergido en el agua con su trago en la mano, se desentendía del tiempo, del espacio y de todo lo que yo decía. No notamos que había un hombre espiándonos entre los árboles con una borrachera más grande que la de Tito y mía juntos. Tan pronto mencioné la ciguapa, el hombre soltó un grito y salió de entre los árboles. Sin demostrar sorpresa, me volteé y lo miré fijamente. El hombre palideció y se arrodilló. Yo alcé mi vaso; me sentía un sacerdote del misterio.
—Te bendigo por toda la eternidad —dije asumiendo el gesto del Bautista, y le eché un chorro de ron por la cabeza que el hombre trató de aparar en la boca. Son de esas cosas que pasan, difíciles de explicar después.
El hombre se fue de bruces, cayó dentro del agua cuan largo era y siguió flotando en la corriente, río abajo, como si fuera una hoja de yagrumo, con la camisa desabotonada esparcida a su derredor. Noté que una piedra lo desvió hacia una playa del río donde varó. Se quedó ahí, tranquilo, boca arriba, con el agua lamiéndole los pantalones de fuerte azul y las alpargatas de cabuya, hasta que una de estas se le zafó. Luego no lo vi más.
Tito me asegura que él no se dio cuenta de nada y, para mí, que todo había sido una alucinación provocada por nuestra conversación. Xilia y Mélida nos llamaron para ir a comer el sancocho, y a mí hasta se me olvidó el asunto.
El domingo siguiente estaba sentado en la misma piedra con mi trago en la mano, apenas comenzado, cuando se presentó el hombre. Recordé, de golpe, su aparición anterior. Esta vez no estaba borracho, pero se arrodilló igual que antes. Tras de él, entre hombres y mujeres, había alrededor de ocho personas.
—Doctor —dijo (me conocía)—, aquí le traigo a mi mujer, a mis hijos y a sus mujeres, para que los bendiga como hizo conmigo y les cuente lo que contó.
Hablaba como inspirado. Me hizo gracia y decidí divertirme.
—Hay una condición —dije (todos se arrodillaron para oírme)—. Cada uno tiene que traerme un pote de ron y bebérselo de un sólo tiro delante de mí.
A ninguno le pareció una encomienda extraña. Es más, los hombres tenían sus chatas que sacaron de sus bolsillos como por encanto agitándolas frente a mí. Tomaron, tomamos. Hice una invocación a no sé cuál manifestación de lo desconocido. Mi auditorio estaba atento, esperando ¿qué?... ¿un sermón?, ¿un milagro?.
Comencé a sentir lo absurdo de la situación. Para entretenerme, aprovechaba cínicamente la ignorancia de unos infelices atrapados en su superstición. Pero ya no podía echarme para atrás. Deseé que Xilia llegara para romper el encantamiento y despedirlos. Esto no ocurrió.
Tomé una decisión; cerré los ojos.
—La rubia —dije como en éxtasis—, que salga.
Claro, no había rubias. Eran todos una partida de mulatos iguales a mí, algunos más prietos, otros más blancos. Quería confundirlos para deshacer el trance. Pero el hombre no se amilanó y empujó a una mujer hacia el frente. Era la más clara de todas y la más joven. Me desconcerté. Sin proponérmelo extendí las manos y la toqué. Tan pronto lo hice, la mujer se transfiguró. Tembló de pies a cabeza, hasta que, poseída por el espíritu, se tiró al suelo y comenzó a moverse lujuriosamente.
Para mí, fue un acto terrible que me enfrentaba con una iniquidad de la que siempre quise escapar desde los tiempos de abuelito Payeyo y de tía Aminta, cuando me negué a ser un crédulo más. Para los otros fue una ceremonia reveladora, y así la cantaron, con salves cuyas letras improvisaban.
Xilia llegó en el momento en que la mujer se había repuesto y me contemplaba con adoración. A Xilia la rodearon, la hicieron cantar, y ella, confiada, disfrutó como una adolescente. Al final, hablé con el hombre a solas y creí que lo había convencido para que ni él ni ninguno de sus familiares volviera más.
Esfuerzo inútil.
Cuando llegué al campito el domingo siguiente, me sorprendió encontrar varios autobuses desvencijados, en fila, a lo largo de la carretera. El hombre había organizado la llegada de unas doscientas personas que me esperaban cerca de la piedra cubierta de jeroglíficos. Vino respetuosamente donde mí. Me dijo que todos deseaban que yo los bautizara y les explicara el misterio de la "pirilogía", cuyo significado no entendí inmediatamente hasta que lo deduje. Quería que les hablara sobre la parapsicología lo que, por fuerza, culminaba en el cuento de la ciguapa si seguía la línea de pensamiento de aquella borrachera.
Esta vez tomé una decisión seria. Me subí a la piedra con los jeroglíficos y les hablé a todos mesuradamente, revelándole lo que consideraba la verdad de aquel asunto. Finalmente, los despaché, aunque vi que muchos sacaron sus potes de ron y tomaron a pico, luego se sumergieron en el agua y se mojaron la cabeza como bautizándose ellos mismos. Era un nuevo rito que inventaban y una nueva religión que creaban, con la "pirilogía" como base y la ciguapa como centro. Resultaba demasiado triste esto, demasiado patético. Xilia y yo discutimos el asunto y decidimos convertir la casa de madera del campito en un consultorio, donde atendemos a la gente de los alrededores en las primeras horas del domingo. El hombre es el que está a cargo ganando sus chelitos, como parece que fue su intención cuando se inventó la "pirilogía". De esta no se habla en mi presencia, aunque sé que a mis espaldas el hombre da algunas explicaciones que dejan sobrecogidos a nuestros pacientes. Por ejemplo, sobre las ciguapas dice que son hombres-mujeres con poderes mentales probados por la ciencia, explica que cualquiera que aprenda a dominar estos poderes puede convertirse en una y concluye que yo soy una ciguapa. Añade que el campito es el lugar preferido de estas criaturas inigualables, el único lugar que sobrevivirá en el fin del mundo, y que ese acontecimiento sólo ocurrirá cuando todas las ciguapas lo requieran con sus poderes mentales. Si lo regaño por disparatar de esa manera, el hombre dice que hay que conocer la mentalidad de nuestra gente, que cree en todo.
A veces no sé qué pensar. El otro día decidí despedir al hombre para no verlo más. Cuando se lo dije a Xilia, ella me preguntó si no me había fijado que tenía los pies al revés y rio.
En definitiva, por huirle a mis pacientes de la ciudad, ahora tengo cientos más en el campo, con la seguridad de que vendrán otros. La culpa fue del "romo sancochao".
Mi hermano Tito, siempre el serio y sensitivo, ahora burlándose un poco, dice que ese percance en el río se lo debo al espíritu de abuelito Payeyo que me guió hacia el bien, para que no siguiera en mi perdición "romística" que sólo me llevaba a las dolorosas delicias del delirium tremens. Puede ser. Yo, de abuelito, lo único que recuerdo, así, personalmente, son los alones de oreja que me daba. Pero, lo reconozco, la vida está llena de misterios como dice el pensamiento retórico que el locutor de la radio lee con su voz melódica y profunda, acompañado por los compases solemnes del Largo de Mendelssohn.
1998

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